El domingo por la mañana comienza como comienzan todas las misas verdaderas:
con caras largas y fe justa.
Los fieles van entrando poco a poco, sin saludarse demasiado, como si el silencio fuese parte del dogma. Cada uno ocupa su sitio habitual. No hace falta asignación: el cuerpo recuerda dónde sentarse. Taburetes gastados, mesas cojas, bancos de madera que ya han escuchado demasiadas plegarias mudas.
El camarero está en el altar desde antes.
No predica. No sonríe. Oficia.
Coloca los vinos como quien reparte agua bendita. Cortos, firmes, sin ceremonia innecesaria. El primer sorbo es el acto penitencial. Se bebe despacio, con respeto, limpiando la garganta de la noche anterior. Alguno carraspea. Otro suspira. Nadie habla aún. Todavía no.
La espera es parte del rito.
Como en toda religión seria, la recompensa no es inmediata.
Desde la cocina llega un rumor grave, casi litúrgico: tapas que chocan, una olla que se mueve, el vapor que sube como incienso pobre. Las miradas se giran con disimulo. Nadie pregunta. Preguntar sería romper el hechizo. Aquí se confía o no se entra.
Los fieles se inquietan.
Cruzan miradas.
Mojan pan en vino, aunque no esté bien visto.
El deseo empieza a notarse en los cuerpos: piernas inquietas, cucharas preparadas, estómagos atentos. La fe se mide en minutos.
Entonces el camarero desaparece un instante.
Como todo buen sacerdote antes del momento sagrado.
Y vuelve.
Vuelve con los platos. Hondos. Pesados. Humeantes.
El murmullo recorre la sala como un rezo colectivo mal pronunciado. No hay aplausos. Hay respeto. Hay alivio. Los platos se van posando uno a uno, con gesto serio, casi solemne. El camarero no anuncia nada. No hace falta. El mensaje está claro.
—Hai.
Y eso basta.
Los callos reposan en el centro de la mesa como una reliquia caliente. El rojo del pimentón brilla bajo la luz cansada del bar. Tripa, pata, morro. El cuerpo del ritual servido sin adornos ni metáforas. Aquí se comulga con cuchara.
El primer bocado se toma en silencio.
Siempre.
Es el momento más íntimo de la misa. Cada cual con su dios, que suele parecerse bastante a sí mismo. Los ojos se cierran un segundo. El cuerpo asiente. El alma, si existe, se calma.
Después vienen las palabras. Pocas. Justas.
—“Están no punto.”
—“Como antes.”
—“Así dá gusto pecar.”
Se moja pan. Se repite. Se bebe. El camarero pasa, recoge platos vacíos, deja otros llenos. No interrumpe. No participa. Es parte del ritual, pero no del rebaño. Él se queda cuando todos se van. Como todos los sacerdotes de verdad.
La misa termina sin aviso. Cada uno paga cuando siente que ya ha sido perdonado lo suficiente. No hay bendición final. No hay cánticos. Solo chaquetas puestas despacio y un último gesto de complicidad muda hacia la barra.
Al salir, la calle sigue igual. Fría. Gris. Indiferente.
Pero algo ha cambiado.
El domingo ya no pesa tanto.
El lunes parece un poco más lejano.
Y mientras exista este rito —mientras alguien espere con fe a que el camarero salga de la cocina con los platos humeantes— Galicia seguirá teniendo su propia religión.
Sin templos.
Sin sermones.
Con callos.