17 junio, 2023 03:40

Corría el año 1628 y España era la nación más poderosa del planeta al dominar casi en su totalidad las ricas tierras americanas. Para proteger las riquezas extraídas de sus colonias, los españoles habían implementado el uso de galeones que custodiaran los recursos y pudieran hacer frente a los, cada vez más numerosos, ataques piratas.

Pero ese año, el corsario holandés Piet Hein, provocó una debacle en el reino. Hein estaba al mando de una flota que buscaba capturar las embarcaciones que conformaban la Flota de Indias en su ruta desde Nueva España hacia Europa.

El 10 de junio, mientras la flota española se dirigía a La Habana antes de partir hacia la península, el corsario holandés la derrotó y capturó en la bahía de Matanzas. Este saqueo permitió a Hein llevar a Holanda un cargamento de oro y plata valorado en 11 millones y medio de florines, el mayor botín jamás capturado a la Flota de Indias en toda su historia.

A su llegada, el corsario fue aclamado como un ídolo y nombrado Teniente Almirante de la Marina de Guerra. Toda aquella riqueza se invirtió en organizar otra enorme armada de 61 buques y 7.000 hombres que se haría, en 1630, con Pernambuco y gracias a la cual se fundaría la colonia de Nueva Holanda en Brasil.

Diez años después, empleando Pernambuco como base, otro corsario holandés decidió que repetiría la hazaña de su compatriota, pero lo que consiguió fue lograr una de las mayores humillaciones jamás sufridas por su país en la legendaria Batalla de Cabañas.

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La Flota de Indias

La llegada de riqueza desde los puertos americanos suponía un extraordinario desahogo para la corona española, ya que aquellos tesoros suponían la supervivencia de un país arruinado por la ingente cantidad de conflictos en los que estaba implicado en medio mundo.

Aquellos barcos llenos de plata y oro de extraordinaria pureza establecieron rutas marítimas relativamente rápidas y seguras para llegar sin contratiempos a su destino en la Península, rutas a las que se les comenzó a llamar Carrera de Indias.

La Carrera de Indias atrajo a cientos de marinos ansiosos de llenar sus bodegas de las riquezas del Nuevo Mundo, igual de ansiosos que los que pretendían hacerse con ellas: piratas y corsarios. Cualquier podía hacer la Carrera de Indias, lo que provocó que cientos de estos barcos sin escolta y, en algunos casos, sin armamento, fueran presa fácil para los experimentados ladrones del mar.

La Sevilla del siglo XVI.

La Sevilla del siglo XVI. Wikimedia Commons

El asalto del corsario normando Jean Fleury a los galeones españoles enviados desde Veracruz por Hernán Cortés en 1522 obligó a la corona española a organizar la defensa de las embarcaciones que cruzaban el Atlántico. Ese mismo año se proyectó desde Sevilla el primer convoy formado por naves mercantes y militares que se convertiría en el modelo de la llamada Flota de Indias, que cada dos años hacía el viaje entre América y la península. Además, se prohibió que cualquier navío que hiciese la Carrera de Indias cruzara el Atlántico en solitario sin formar parte de esta flota.

Los barcos mercantes estaban obligados a pagar un “impuesto” al estado para sufragar el coste de los buques de guerra de la escolta, un impuesto que año a año se iba haciendo mayor, ya que cada vez había más piratas y corsarios dispuestos a intentar hacerse con su suculento botín.

Con el tiempo se establecieron dos flotas que viajaban al Nuevo Mundo: la de Nueva España, que partía en enero y que tenía destino final Veracruz y la de Tierra Firme, que partía en agosto y cuyo destino era Valparaíso. Una vez cargadas las dos flotas, se reunían en La Habana y realizaban conjuntamente la travesía atlántica rumbo a España.

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Preparando la emboscada

Los holandeses conocían el punto de reunión español, así que decidieron organizar una gran armada para interceptar a las dos flotas para hacerse con su fabuloso cargamento. El mando de aquella flota fue entregado al veterano almirante Corneille Joll, que tenía el sobrenombre de Patapalo, tras haber perdido una pierna en una batalla. Sus 24 navíos, que partirían desde Pernambuco, darían caza a los españoles en La Habana.

Joll dividió a su flota de guerra en pequeños grupos para cubrir una mayor extensión y poder avistar cuanto antes a las flotas hispanas, pero un pequeño barco de carga ligero divisó la escuadra holandesa que, tras burlar a varios de ellos que intentaron impedirle escapar, logró llevar la información a Veracruz, evitando que la flota de Nueva España se hiciera a la mar.

Pero la información no llegó a tiempo a la flota de Tierra Firme, que partió en dirección a La Habana. Aquella flota estaba formada por barcos mercantes cargados hasta los topes y siete galeones de guerra, escasos de hombres y armamento, y que estaba comandada por Carlos de Ibarra, un ilustre marino nacido en Eibar que comandaba flotas de guerra desde 1616 y que ya se había distinguido en 1621 en los combates contra los holandeses en el estrecho de Gibraltar y limpiando de piratas la legendaria Isla Tortuga en el mar Caribe.

Un galeón español.

Un galeón español. Wikimedia Commons

Tras llegar a Cabo Corrientes, a pocas horas de La Habana, recibió correo indicando que las aguas estaban despejadas. Este correo había zarpado antes de conocer la existencia de la poderosa flota corsaria holandesa en las cercanías de La Habana, por lo que la flota española prosiguió su rumbo sin mayores preocupaciones.

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Para esto nos han entrenado

La noche del 30 de agosto de 1638, en las aguas de Pan de Cabañas, Ibarra esperaba encontrarse con la flota de Nueva España, pero lo que divisaron fue una poderosa flota enemiga preparada para acabar con ellos. Pero Ibarra estaba preparado para aquello y mucho más. A pesar de que no esperaba encontrarse con problemas, sus galeones estaban prontos ante cualquier eventualidad y estaban surtidos de pólvora, munición, armamento revisado y marineros experimentados para la lucha.

Además, viendo lo que les esperaba, ordenó de inmediato levantar protecciones con gruesos cables en las bordas, preparar curas para los heridos y disponer de cubos agua en todos los rincones de los barcos. Eran pocos, su armamento era escaso, pero aquel era su trabajo, para el que le habían entrenado durante toda su vida.

Al amanecer del 31 de agosto, las flotas tomaron posiciones. Ibarra ordenó a sus buques de guerra que protegieran a los mercantes formando una línea frente a ellos. Los holandeses jamás abordaban a los españoles, conscientes de la maestría de estos en el cuerpo a cuerpo, pero ante semejante superioridad, Patapalo se confió demasiado. Joll lanzó a toda vela su nave capitana, de 54 cañones, junto a otros tres buques, sobre la capitana de Ibarra. Otros tres barcos hicieron lo propio hacia la almiranta, el galeón de Pedro de Ursúa, el segundo de Ibarra.

Ibarra había ordenado no disparar hasta que él lo ordenase, momento que llegó cuando la capitana holandesa de Joll chocaba en un lateral con la española. Decenas de cañones, artillería, mosquetes y arcabuces, barrieron la cubierta del buque de Joll, que no tuvo otro remedio que cortar las cuerdas y desistir del abordaje, al igual que el resto de sus buques, cañoneados a corta distancia por el resto de galeones de guerra españoles.

Patapalo decidió cambiar de estrategia, y comenzaron a disparar desde la distancia a los guardaespaldas hispanos, que respondían con la misma furia. Tras ocho horas de intensos combates, los holandeses, desfallecidos ante la resistencia española y con su flota seriamente dañada tras el primer ataque fallido, se retiraron a lamerse sus heridas.

Los cañones con los que se defendían los galeones españoles.

Los cañones con los que se defendían los galeones españoles. Wikimedia Commons

Los españoles no estaban en mejores condiciones, pero habían resistido el ataque de 17 navíos de guerra holandeses con sus 7 galeones mal equipados. Ese mismo día Joll convocó a sus capitanes para estudiar cómo proceder, ya que, doblando por mucho en número a sus rivales, no habían sido capaces de doblegarlos.

Durante los siguientes dos días, los holandeses estuvieron haciendo reparaciones, aunque solo pudieron salvar a 13 de sus barcos, a los que situaron de nuevo para el combate al amanecer del 3 de septiembre.

Esta vez Joll juzgó más prudente evitar el abordaje, por lo que se limitó a mantenerse a distancia aprovechando su mayor potencia de fuego. Pero los españoles se seguían defendiendo con uñas y dientes, además de emplear un arma muy nuestra: la picaresca. La capitana de Ibarra había quedado muy maltrecha, así que decidió engañar a los holandeses haciéndoles creer, desde la distancia, que su barco era otro, así que los corsarios concentraron el fuego en el Carmen, otro galeón peor equipado, mientras la capitana de Ibarra se dedicaba a disparar sin contemplaciones ni distracciones sus potentes cañones.

Los holandeses no entendían por qué, tras horas de cañonazos, aquellos malditos galeones de guerra seguían sin hundirse, mientras los suyos parecían estar cada vez en peor estado. Con la moral por los suelos y sus naves destrozadas, se dieron por vencidos y abandonaron definitivamente la lucha.

Humillados

La alegría en el bando español era extraordinaria justo cuando vieron llegar refuerzos para la escuadra holandesa, siete buques de guerra más. Tenían dos opciones: podían seguir luchando o partir a Veracruz para reunirse con la flota de Nueva España y reparar los daños. Ibarra decidió tantear las intenciones holandesas.

Los españoles habían resistido el ataque de 17 navíos de guerra holandeses con sus 7 galeones mal equipados.

Para ello iluminó su barco de noche para indicar su posición, desafiando a los corsarios a seguir luchando. Al alba, los holandeses ya no estaban y no se les volvió a ver más. Lo habían conseguido.

El 5 de septiembre la flota emprendió la navegación a Veracruz, puerto al que llegaron el día 24, donde se desembarcaron las mercancías, se comenzaron a realizar las reparaciones y se celebraron grandes festejos en honor a la victoria.

Las noticias llegaron a la península, que decidió enviar ocho galeones de refuerzo a Veracruz, además de desplegar a la Armada del Mar Océano, formada por 56 galeones de guerra, para vigilar cualquier movimiento corsario holandés o francés.

Finalmente, el 15 de julio de 1639, ambas flotas llegaban a la bahía de Cádiz sanas y salvas, desatando la alegría en la ciudad. El rey, feliz porque aquellas riquezas permitirían al país subsistir un año más sin entrar en la bancarrota, recompensó a Carlos de Ibarra con los títulos de vizconde de Centenera, primer marqués de Taracena, comendador de Villahermosa en la Orden de Santiago, gentilhombre del Consejo de Guerra y caballero de la Orden de Alcántara, aunque no pudo disfrutarlos por mucho tiempo, ya que fue movilizado para unirse como almirante general a la flota del duque de Maqueda. Durante el viaje enfermó y desembarcó en Barcelona, donde falleció 22 de noviembre de 1639.

Ruta española (blanco) frente a la portuguesa (azul).

Ruta española (blanco) frente a la portuguesa (azul). Wikimedia Commons

Más tarde se incorporaría a la Flota de Indias la ruta transpacífica desde Filipinas, el conocido como Galeón de Manila. Con esta incorporación, esta ruta pasaba a ser la primera ruta del comercio mundial de la historia, además de la más larga de su época. La totalidad del trayecto desde España hasta Filipinas sumaba alrededor de 15.000 millas náuticas y se convirtió en la primera ruta comercial global de la historia.

La última Flota de Indias de la historia zarpó en 1776 desde Cádiz. En 1778 el rey Carlos III promulgó el Reglamento del Libre Comercio, dando fin al monopolio del transporte marítimo con América, permitiendo las salidas independientes de naves desde distintos puertos de la península ibérica hacia América.