No es un partido de fútbol y no somos hooligans.
Los tribunales tienen la función constitucional de juzgar, de aplicar la ley, más allá de las presiones, del ruido mediático y de los juicios paralelos. Y así lo hacen, abstrayéndose de todo aquello que les rodea para valorar el caso concreto y resolver atendiendo a las pruebas, directas o indiciarias, absolviendo o condenando al procesado.
En ocasiones, las resoluciones se adoptan por unanimidad y otras sólo por mayoría, con la concurrencia de votos en contra, votos particulares, del o de los magistrados discrepantes. Hasta aquí, nada extraordinario.
Las sentencias pueden ser recurridas por las partes si no se comparten sus fundamentos ante un tribunal superior. Y que así se revise, en su caso, si la prueba practicada es válida, si es correcta la valoración de la prueba realizada y correcto el encaje jurídico de los hechos que se entienden probados.
Como excepción, no es posible esa revisión de la sentencia cuando es el Tribunal Supremo el que juzga al procesado aforado por razón del cargo que ostenta. Porque el Tribunal Supremo es el más alto tribunal.
En ese caso, para mayor garantía, son siete los magistrados que enjuician, en lugar de tres.
"Es necesario reflexionar sobre la necesidad de mantener la imparcialidad y el rigor técnico, y transmitir a la ciudadanía confianza en sus jueces. Si no, corremos el riesgo de alimentar populismos con juicios paralelos sesgados hasta deslegitimar las instituciones"
Es bueno explicar todo lo anterior. Ponerlo en conocimiento de los ciudadanos, para contextualizar las quejas y lamentos interesados de algunos.
El jueves pasado conocimos sólo el avance de la condena que se impone a Álvaro García Ortiz. No sabemos aún en qué se basa el Tribunal para ello. Sin embargo, hay quien clama que se trata de un caso de lawfare. De una sentencia política.
Sí ya es difícil entender una crítica de esta naturaleza cuando se desconoce la integridad de la resolución, más difícil resulta comprender a quienes, por su condición de alto cargo gubernamental o por su profesión de fiscal o de juez, claman en contra de lo que desconocen, critican a los magistrados y les señalan.
Les resulta irrelevante que algunos de esos mismos magistrados, desde ese mismo Tribunal Supremo, hubiesen condenado, por ejemplo, a políticos del PP, en el caso Gürtel.
¿Entonces sí eran buenos jueces y hoy han dejado de serlo?
Es necesario reflexionar sobre la necesidad de mantener la imparcialidad y el rigor técnico, y transmitir a la ciudadanía confianza en sus jueces.
Si no lo hacemos así corremos el riesgo de alimentar populismos con juicios paralelos sesgados hasta deslegitimar las instituciones.
Y todo este esfuerzo ¿para qué? Prefiero no imaginarlo.
La democracia no se resiente porque se dicte una sentencia que, como todas, puede ser discutible. Y que, en todo caso, es recurrible.
La democracia se resiente cuando se critica políticamente una sentencia que aún no se conoce, simplemente porque no coincide con el veredicto previamente dictado por el poder político o un determinado ecosistema mediático.
No podemos caer en la irresponsabilidad de poner en tela de juicio todo el sistema de Justicia. Porque, después de eso, ¿qué nos quedará ?
Devolvamos la cordura.
*** Cristina Dexeus es presidenta de la Asociación de Fiscales (AF).
