El escritor y ensayista británico-estadounidense Salman Rushdie.

El escritor y ensayista británico-estadounidense Salman Rushdie.

LA TRIBUNA

Salman Rushdie y los sospechosos habituales

En contra de lo que pudiera esperarse de ese Occidente liberal que se erige como adalid del derecho a expresarse sin coerción, hubo muchos que se pusieron de lado cuando el ayatolá Jomeini lanzó la 'fatwa' sobre Salman Rushdie.

14 agosto, 2022 02:22

A Joseph Anton el heraldo de la muerte le llegó un 14 de febrero de 1989, el mismo día que asistió al funeral de su amigo, el escritor Bruce Chatwin, fallecido unos días antes a causa del VIH.

Tampoco había lugar a demasiada sorpresa: obras anteriores de Anton habían generado controversia (lo que hoy se conoce como hacer "arder las redes"), hasta el punto de provocar la indignación de la mismísima Indira Gandhi.

Activistas paquistaníes protestan contra el escritor Salman Rushdie en Lahore, en 2007.

Activistas paquistaníes protestan contra el escritor Salman Rushdie en Lahore, en 2007. Reuters

Eran, no obstante, polémicas de baja intensidad en comparación con la que surgió en septiembre de 1988, fecha de publicación en Reino Unido del libro blasfemo. Desde ese momento, la ira prendió en forma de violentas manifestaciones (Mumbai, Islamabad, Karachi, pero también Londres y Nueva York) atestadas de fundamentalistas islámicos que, enfervorecidos de esa forma mefítica que sólo la comunión de la turba contra un enemigo común puede conseguir, exigían venganza por la ofensa infligida.

La vida de Joseph Anton, por tanto, corría ya peligro mucho antes de que el ayatolá Jomeini lanzase la flecha: él sólo se limitó a darle pátina de oficialidad, a hacerla una mera cuestión burocrática de la que alguno podría obtener una pingüe recompensa de tres millones de dólares.

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En ese funeral infestado de mal fario y cuyo protagonista no era el propio finado también se encontraba Martin Amis, quien tras fundirse en un abrazo con su amigo Anton le hizo ver su sincera desazón: "Estamos preocupados por ti", dijo Amis. "Estoy preocupado por mí", respondió lacónico Anton. Para qué más. Mientras unos se lo tomaban con circunspección otros hacían alarde de un humor negro que, dadas las circunstancias, podría calificarse de innecesario: "La semana que viene estaremos aquí por ti", espetó Paul Theroux a Anton.

Amis fue uno de los que se colocó inequívocamente al lado de Joseph Anton en su ordalía. Otro fue Christopher Hitchens, que tres días después de la fatwa de Jomeini escribió un conmovedor artículo en The New York Times donde se preguntaba quién hablaría ahora por Anton.

"A medio camino entre los adeptos y contrarios a la causa de Anton se colocaron otros muchos que hicieron como que nada había pasado, sabiendo que con esta postura favorecían a los intolerantes"

Lamentablemente, fueron la excepción. Los justos en Sodoma: en contra de lo que pudiera esperarse de ese Occidente liberal que erige —o erigía— su excepcionalidad en el derecho a expresarse sin coerción, hubo muchos que no estuvieron a la altura, cuando no se refocilaron en una sentina de miseria moral.

El expresidente Carter, quizá respondiendo a favores debidos, o el escritor John Le Carré esgrimieron el sacrosanto derecho de los fundamentalistas islámicos a no ser ofendidos. El angelical Cat Stevens, que ataviado con guayabera blanca y melena y barba desordenadas había cantado a los amores perdidos y preguntado dónde podían jugar los niños, decía ahora que si supiera del paradero de Anton correría a comunicárselo al ayatolá.

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Claro que ya no era Cat Stevens, sino Yusuf Islam —un cambio de nombre voluntario, a diferencia del de Salman Rushdie/Joseph Anton—. El hombre nuevo se había despojado de su encantadora mirada felina y ahora, con gesto adusto y barba acicalada, exigía vendetta: lo que va del peace train a una interpretación literal del first cut is the deepest.

Y a medio camino entre los adeptos y contrarios a la causa de Anton se colocaron otros muchos que hicieron como que nada había pasado, sabiendo pero intentando ignorar que con esta postura favorecían a los intolerantes. No se les puede culpar, no obstante, pues estos obedecían a un mero instinto de supervivencia.

1989 no era 1517: la difusión de una obra ya no concernía únicamente al autor que clavaba sus tesis en la puerta de una iglesia, sino que respondía a una estructura de negocio donde correctores de estilo, editores, traductores, diseñadores, curritos que trabajan en la imprenta, distribuidores y libreros corrían peligro por el mero hecho de pertenecer a la cadena de custodia del libro.

"Jomeini aseguró que la flecha que lanzaba tardaría más o menos, pero alcanzaría su objetivo. Parece que en esta ocasión, treinta y tres años después, la flecha ha pasado cerca, muy cerca"

Corrían peligro sin hipérbole alguna: el traductor al japonés del libro, Hitoshi Igarashi, murió apuñalado. El traductor italiano Ettore Capriolo, el editor noruego William Nygaard y el escritor turco Aziz Nesin sufrieron atentados frustrados contra su vida. Hubo grandes superficies que se negaron a vender el libro y la reacción de algunos gobiernos, entre ellos el estadounidense tal y como denunció en televisión el propio Hitchens, puede calificarse sin ambages de timorata. 

Todos estos hechos nos resultaban ya antediluvianos, casi dibujados en blanco y negro. Es probable que más de uno se enterase el viernes por la tarde de que Salman Rushdie/Joseph Anton sigue vivo.

Y si el propio Rushdie/Anton, que iba a hablar sobre los refugios para los escritores perseguidos, había conseguido normalizar mínimamente su vida y atenuar ese miedo prístino y atroz que le sobrevino en febrero de 1989 —qué miedo puede vivir inalterado durante tres décadas—, cómo no íbamos a olvidar los que no hemos tenido que cambiar nuestro nombre de un día para otro.

En su fatwa, Jomeini aseguró que la flecha que lanzaba tardaría más o menos, pero alcanzaría su objetivo. Parece que en esta ocasión, treinta y tres años después, la flecha ha pasado cerca, muy cerca, tanto que es posible que Rushdie/Anton sufra algún tipo de mutilación —como la que padeció Philippe Lançon tras los atentados contra la redacción de Charlie Hebdo, narrada en su libro El colgajo—.

Ahora sólo queda esperar a que la flecha, ya desviada su trayectoria, siga errabunda hasta caer en algún paraje donde nadie pueda volver a asirla. Un sitio seguro que no corresponde con ningún punto geográfico sino que, en la genial imagen que esbozó Hitchens, está en las mentes de quienes saben discernir la ironía y la literalidad. 

*** Carlos Hortelano es escritor.

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