Bill Clinton, saliendo del hospital donde fue tratado por una sepsis en octubre de 2021.

Bill Clinton, saliendo del hospital donde fue tratado por una sepsis en octubre de 2021.

CIENCIA EN ESPAÑOL

¿Qué es la sepsis?

La sepsis, unas de las enfermedades más desconocidas por los ciudadanos, continúa en el top 10 de las enfermedades más frecuentes y es una de las que más fallecimientos provoca. Su investigación puede ayudarnos en la lucha contra la Covid-19. 

1 enero, 2022 00:02

Hace unos días, un tuit viral nos recordaba la muerte de una niña debido a una sepsis. El padre contaba que su hija hubiese cumplido 18 años de haber existido en aquel momento la vacuna que evita la meningitis que le causó la sepsis. La popularidad adquirida por el tuit se debió al actual debate sobre la vacunación. Nadie prestó atención a la palabra sepsis.

Muchos son los casos que nos rodean de personas aquejadas por esta enfermedad, aunque a veces no nos percatamos de ello. El pasado octubre escribí una tribuna en este periódico recordando el ingreso de Bill Clinton en un hospital californiano debido a una infección que devino sepsis. Allí decía que Clinton no había sido el único. Otro expresidente estadounidense padeció una sepsis. Me refería a George H. W. Bush. Ambos tuvieron la fortuna de superarla.

Hace un par de años, en otra columna, denominaba a esta enfermedad como la gran olvidada en la serie Juegos de Tronos. Las heridas abiertas e infectadas llenaban cada píxel de la pantalla, pero, según la trama, pocos fallecimientos ocurrían por una sepsis.

No me canso de decir que, incluso en estos nuevos años 20, la sepsis es una de las primeras causas de fallecimiento en nuestro planeta. Increíblemente, supera, en número, a las muertes causadas por el infarto de miocardio y varios tipos de tumores juntos.

Pero no pienses que es algo que se limita a la geografía de los países menos desarrollados. El llamado primer mundo tiene cifras de sepsis significativamente altas. Sin ir más lejos, en España los casos anuales reportados superan los 50.000 y sabemos que el número real puede ser de tres a cuatro veces superior.

Esta infravaloración se debe a un defecto en la codificación de los pacientes, algo que ocurre hasta en el país que mejor los codifica, los Estados Unidos de América. En demasiadas ocasiones se reporta el fallecimiento por la causa inicial o el desenlace final sin tener en cuenta que hubo una sepsis como origen cimero.

Lo que llamamos sistema inmunológico, y podemos definir como "las defensas", se encuentra siempre en estado de alerta patrullando nuestra anatomía

A pesar de estos cálculos a la baja, en el mundo fallecen alrededor de 11 millones de personas por sepsis cada año según las estadísticas. En España, alrededor de 17.000. Sin embargo, sigue siendo una enfermedad poco conocida, nada mediática y asociada, erróneamente, a la suciedad.

Mi primer contacto con la palabra se remonta al siglo pasado, cuando era un jovencísimo pichón de científico que, luego de entender los vericuetos de la mecánica cuántica y la relatividad, me lanzaba al mundo de la inmunología con el desparpajo que caracteriza a la juventud. Un día entré en mi laboratorio de entonces, empapado en sudor por aquello de batallar con el horrible transporte público habanero. Allí estaba uno de mis colegas con cara de evidente preocupación.

Al preguntarle qué le sucedía, me respondió con un alarmante: "La hija del jefe está en la UCI con sepsis”. Hasta esa fecha, no había tenido una idea clara de lo que era aquello. Afortunadamente, la pequeña logró salir de la UCI y no engrosar la lista de fallecimientos que anualmente se contabilizan por esta causa.

Pero ¿qué es la sepsis? Lo mejor para contestar esta pregunta es comenzar por las respuestas. No es una errata en la edición, ni se trata de un recurso literario. Hablo de las respuestas generadas por nuestro cuerpo frente a cualquier patógeno que intenta atacarnos, ya sea un virus, una bacteria, un parásito o un hongo.

Lo que llamamos sistema inmunológico, y podemos definir como "las defensas", se encuentra siempre en estado de alerta patrullando nuestra anatomía. Al igual que las organizaciones sociales creadas para defender un país o una sociedad, el sistema inmunológico se constituye estratégicamente en batallones de respuesta rápida y escuadrones de defensa específica.

Mientras los primeros son capaces de detectar y, en muchas ocasiones, eliminar los patógenos que nos invaden, los segundos suelen generar una réplica más específica e incluso archivar una memoria de lo ocurrido para, en el futuro, poder activar una respuesta más certera en caso de sufrir otro ataque por parte del mismo patógeno. El engranaje suele funcionar con precisión.

Sin embargo, cuando este proceso se descontrola, nos enfrentamos a una enfermedad que va más allá del problema original causado por la infección.

A pesar de ser conocida desde los prolegómenos de la civilización, no fue hasta los años 90 del siglo pasado que esta enfermedad se definió clínicamente. Hoy llamamos sepsis a la disfunción de órganos causada por una respuesta descontrolada del cuerpo frente a alguna infección. Es decir, la sepsis se pone de manifiesto cuando nuestras propias defensas, en su empeño por eliminar a un patógeno invasor, dañan los órganos que nos permiten vivir e incluso, por una inacción posterior, permiten nuevas infecciones.

Las cifras nos dicen que más de 48 millones de personas en el mundo sufren una sepsis

Con la sepsis se genera un problema de salud que supera a su origen. No nos podemos quedar únicamente con los síntomas: fiebre, infección, declive cognitivo, bajada de tensión… Hay mucho más. El paciente pasa por dos fases. Primero tiene una reacción desproporcionada, como si quisiera eliminar una cucaracha usando bombas atómicas. Luego cae en un estado inactivo durante el cual no es capaz de eliminar ni al más inocuo de los patógenos.

Lo peor es que estas dos fases se pueden solapar, creando una confusión, a veces insalvable, en el personal médico que debe decidir cómo tratar al paciente séptico.

Mientras escribo esta tribuna recuerdo que, cuando se acercaba el final del siglo XX, muchos pensamos que para ese momento tendríamos ganadas miles de batallas. Entre ellas, la guerra contra las enfermedades infecciosas y, por defecto, contra la sepsis. En un mundo donde cada año se descubrían más y eficientes antibióticos, con grandes planes de sanidad pública para prevenir la aparición de infecciones y, en el caso de que aparecieran, buenos protocolos para evitar su transmisión, en un mundo casi aséptico, no tenía cabida algo tan poco sexi y anticuado como la sepsis.

Pero nos equivocábamos. Ya superados los primeros 20 años del siglo XXI, la sepsis continúa en el top 10 de las enfermedades que nos aquejan. Las cifras nos dicen que más de 48 millones de personas en el mundo sufren una sepsis, y aunque la mortalidad en la mayoría de los casos queda sumergida bajo otras enfermedades, es insoportablemente alta.

El problema reside en que la enfermedad no se suscribe a su causa, es decir, la infección. Además de la bacteria o virus originario de la sepsis está el desbalance del sistema inmunológico, la defensa, responsable de este desastre. Por ello, el control de la enfermedad no está únicamente en la eliminación del agente patógeno con el uso de antibióticos o antivirales. Se necesita que el sistema defensivo recupere su funcionamiento normal. Y esto, aún no lo sabemos hacer.

De hecho, en la bibliografía especializada sobre los tratamientos que se recomiendan para afrontar la sepsis es usual encontrarnos con frases como: "El tratamiento de la sepsis y el choque séptico implica intervenciones tempranas para lograr la estabilidad hemodinámica", que en realidad no dicen mucho. En otras publicaciones científicas y guías médicas se indica: "Debido a la heterogeneidad y complejidad de la fisiopatología de la sepsis, no existe una terapia perfecta para la sepsis, algo que se adapte a todos".

De esta manera, se admite que se dispone de poco o casi nada para atacar la sepsis.

Debo admitir que fui un iluso al pensar que, con la irrupción de la Covid-19, la sepsis tomaría el protagonismo que merece y la atención mediática que precisa. Sabemos que una gran cantidad, digamos que la mayoría, de las personas que se infectan con el virus SARS-CoV-2 no desarrollan una enfermedad grave. Pero quienes presentan síntomas y deben ingresar siguen una evolución que recuerda lo que ya sabemos de la sepsis.

Si hubiésemos estudiado a fondo la sepsis, es probable que existiesen herramientas eficaces para frenarla y la historia de la Covid-19 hubiese sido diferente

Primero, una tormenta tóxica que, de no controlarse, causa un número importante de muertes. Luego, un período de inmunosupresión en el cual, incluso cuando el virus ha sido eliminado, el paciente puede sufrir una sepsis que evolucione desfavorablemente y fallecer por complicaciones en múltiples órganos.

Si hubiésemos estudiado a fondo la sepsis, es probable que existiesen herramientas eficaces para frenarla y la historia de la Covid-19 hubiese sido diferente. Pero no hay manera de que esto cale con rotundidad en la sociedad y en quienes elegimos para que gobiernen. O quizá los científicos no hemos sido capaz de transmitir la gravedad del tema. Parece que existe una especie de maldición con el tema que, al final, hace que siempre se silencie.

En mi libro ¿Qué es la sepsis?, publicado por Anaya como parte de una trilogía que incluye ¿Qué es el cáncer? y ¿Qué es el VIH?, digo textualmente: “Hace 2.700 años Homero hizo referencia a la sepsis en uno de sus poemas. 'Sepo' era la palabra usada. Sin embargo, en los años 20 del siglo XXI, sigue siendo una desconocida. Aún hoy se ignora que la sepsis es una de las primeras causas de fallecimientos en el llamado primer mundo. Quizá sea porque no leemos poesía".

Junto con la metástasis, la sepsis ha sido una de mis líneas de investigación durante más de dos décadas. Algunos avances hemos realizado. Ellos serán tema de esta tribuna en el futuro, donde pretendo, cada semana, difundir ciencia, política científica e investigaciones recientes, siempre en EL ESPAÑOL. 

*** Eduardo López-Collazo es director científico del Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital Universitario La Paz (IdiPAZ), de Madrid.

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