La instantánea de Juan Carlos I en el Gran Premio de Fórmula 1 de Abu Dabi, departiendo amablemente con el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman, ha causado un gran revuelo político y no poca indignación. Hasta el punto de que sólo el Partido Popular parece no condenar lo desafortunado de la fotografía. 

El Emérito ha sido el primer líder occidental en retratarse con el príncipe saudí, presunto autor intelectual del asesinato del periodista Jamal Khashoggi en Estambul, según mantienen la CIA y los servicios de Inteligencia de los principales países democráticos. 

Descontrolado

Que tanto Zarzuela como Moncloa se desentiendan de esa imagen del anterior Jefe del Estado con el sátrapa de Arabia Saudí da una idea aproximada de hasta qué punto Juan Carlos I está descontrolado en sus apariciones públicas. Y más cuando también en Abu Dabi compareció junto a su hija, la infanta Cristina, en un gesto que muchos interpretan como la rehabilitación pública de la esposa de Iñaki Urdangarin.

No es ocioso recordar que la figura de Rey Emérito se consagró en un momento muy delicado y con el objetivo de no hacer tan dramática una abdicación del todo necesaria. Fue entonces cuando a Juan Carlos I se le intentó blindar con no pocas complejidades jurídicas y constitucionales, como recientemente pusieron de manifiesto las famosas cintas de Corinna

Estricta disciplina

Sea como fuere, estamos ante un problema de difícil solución: el de qué hacemos con el Emérito, que no deja de ser rey y de ser una figura representativa de la monarquía y, en consecuencia, de los intereses y de la imagen exterior de nuestro país. 

O bien se le despoja del título de Emérito con sus lógicas prebendas, o bien la Casa Real, y bajo la supervisión del Gobierno, lo somete a un férreo control y a una estricta disciplina para no torpedear ni la labor del Ejecutivo ni de Felipe VI. La propia institución monárquica y los muchos servicios prestados por Juan Carlos a España así lo merecen.