Algunos discursos sobre la inequívoca decadencia de Occidente suelen bascular hacia el indeseable polo contrario: idolatrar a la par que idealizar los despotismos orientales como reserva espiritual de unos valores que nosotros hemos malogrado.

No parece sensato postular, como modelos alternativos a una civilización carcomida por un nihilismo suicida y terminal y un individualismo disolvente, los regímenes colectivistas de vocación totalitaria cimentados sobre una especie de mente colmena ajenos a nuestra tradición política.

Xi Jinping durante su juramento como presidente reelecto de China, en marzo de 2023.

Xi Jinping durante su juramento como presidente reelecto de China, en marzo de 2023. Reuters

Pero lo cierto es que, aun con configuraciones viciadas, las sociedades emergentes que están empujando para redefinir el orden internacional exudan una vigorosa vitalidad que contrasta con la suficiencia ensimismada de un primer mundo enfrascado en debates estériles.

En un contexto de desafiante pujanza demográfica, económica y militar entre los pretendientes al rectorado de los destinos globales, la atención de Occidente está absorbida por la enésima derivada de diatribas autorreferenciales y fragmentarias propias de sociedades opulentas que van camino de dejar de serlo.

Un buen ejemplo es la próxima reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados (en adelante, simplemente Congreso) para adaptarlo al lenguaje inclusivo, una de esas ociosas y efectistas distracciones tan caras a nuestra impotente clase política.

Mientras algunos hacen sonar los tambores de una nueva guerra mundial, nuestra Defensa sitúa como su prioridad el cumplimiento de las cuotas de diversidad en sus mandos.

Mientras actores con una identidad nacional compacta y robusta se movilizan en torno a un horizonte de acción definido, el mundo desarrollado se enfanga en un microidentitarismo que promete ser la divagación en la que nos cogerá la caída de nuestro Bizancio.

Como muestra de esta creciente divergencia, un par de viñetas que pueden ser leídas a la luz de la actual coyuntura de reanimación de la beligerancia mundial.

En Corea del Norte, Kim Jong-un, ataviado con una indumentaria que provoca una eficaz sensación de anacronismo, pasa revista desde un prominente balcón a un caudaloso regimiento arengado por soflamas que llaman a la preparación para el combate.

La riqueza semiótica de esos batallones de variopintas galas suscita una impresión poderosísima. La quirúrgica sincronía con la que desfilan los soldados, moviéndose como un sólo hombre en perfecta comunión con el líder supremo, llega a estremecer.

En España, las imágenes que circulan son las de todo un teniente coronel que, para clausurar un acto institucional, se arranca por Frank Sinatra y canturrea desde el atril una sentida balada, ante la estupefacción de un auditorio que incluía a la ministra de Defensa.

El patetismo de la escena de un oficial condecorado y uniformado afectando mohínes mientras se desgañita en un inglés macarrónico sobre "el convencimiento de que no existen sueños imposibles" resulta tan rocambolesco que satura los niveles de tolerancia al bochorno del espectador.

Se puede reunir un buen muestrario de la actual tendencia de muchos foros públicos, como el Parlamento, a alojar pantomimas grotescas para amenizar celebraciones civiles. Es el producto de una atrofia del sentido del gusto cuyo correlato es el adocenamiento espiritual.

Porque la degradación plástica de nuestro imaginario va mucho más allá de una simple cuestión ornamental. El orden político se asienta sobre cimientos afectivos. La política tiene una dimensión estética de vital importancia que Occidente parece haber olvidado, mientras los tiranos cuidan meticulosamente toda la dramaturgia de sus apariciones y la faceta visual del poder.

Basta pensar en la filmación de los paseos de Putin por los suntuosos pasillos del Kremlin, la subyugante puesta en escena de los grandilocuentes comités del Partido Comunista presididos por Xi Jinping o el maximalismo iconográfico de los fastos de Kim.

Hágase un ejercicio de política comparada y recuérdese la facha del jefe de Gobierno español a su llegada a Brasil a principios de este mes. No es sólo que la cutrez superlativa de la escena impida cualquier atisbo de solemnidad. Es que el conjunto es atroz y absolutamente descorazonador

Nuestros líderes (no todos, como lo prueban los ademanes teatrales del presidente de la República Francesa) han olvidado que la decadencia estética corre pareja a la ética. Porque una correcta escenografía es capaz de despertar sentimientos morales de los que brotan las ideas que sustentan la vida política.

Si no quedan ya ceremonias sublimes capaces de inspirar pasiones de grandeza, de despertar en los individuos ideales aglutinadores (como lo prueban los ínfimos niveles de patriotismo en sociedades como la española), cabe augurar que Occidente tendrá poco que hacer en un eventual choque de civilizaciones frente a pueblos que no han renunciado a cultivar una cierta unidad de corazón.

No se trata sólo de la sensación de debilidad que transmite la indigencia estética de nuestra estrafalaria política. Los hombres piensan con imágenes, y el envilecimiento de estas sólo puede resultar en una pareja impotencia sensorial e intelectual. El deterioro de la educación sentimental de los ciudadanos necesariamente se traducirá en el plano político, en la forma de un resquebrajamiento de la arquitectura emocional sobre la que se edifican las comunidades funcionales.

Queriendo conjurar su caída en el totalitarismo el siglo pasado, Occidente se ha desentendido de la necesidad de excitar emociones políticas virtuosas y de los aparatos necesarios para producirlas, y ha optado por el divisivo e incomunicable sucedáneo del emotivismo para sostenerse.

En la era de la tiktokización del conjunto de la vida social, del nuevo analfabetismo de la sociedad de la imagen, es pertinente reformular la célebre máxima: nulla politica sine aesthetica.