El domingo fui a ver el derbi madrileño con mi hermano en otra de mis jornadas de ocio insoportablemente heterosexuales: soy la misma chica que puedes encontrarte el viernes noche en Chueca, en un show drag y folclórico, con hombreras, brillantina y un hilarante séquito de maricas cantando por igual Mi amante amigo que A quién le importa; y supongo que esa es la belleza. La belleza de la esquizofrenia. La belleza de un cajón desastre llamado España.

Sabía bien a lo que me enfrentaba y eso me excitaba: iba a asomarme de nuevo al borde mismo de El Hombre™, como al secreto que se esconde en una isla escarpada llena de despeñaderos que siempre dan al mar furioso. Acercándonos al garito, le dije a mi hermano que andaba presa de mis lugares comunes, que sólo podía usar expresiones leídas o escuchadas, como "en las inmediaciones del campo" o "en las faldas del estadio". Él vino a responderme que con eso y con mi curiosidad anfetamínica seguro que tirábamos. 

Imagen del derbi del domingo. EFE.

Imagen del derbi del domingo. EFE.

La tarde era amarilla y templada. Explotaba a contraluces. Desde el taxi vi de lejos las torres de Madrid. Sonó Las doce, de Ana Mena, y aprovechamos para actualizarnos algunos secretos. "Esto ahora se llamaba Metropolitano, ¿no? O Wanda, o algo de eso", creí recordar. Me explicó que ya no, no del todo, que ahora había sido bautizado como "Cívitas" porque quien paga, manda. Quien paga, nombra. Ya viene el branding de los cojones a ponerle QR a los símbolos de uno. 

A mí me gusta coger de la mano a mi hermano como cuando era un niño diminuto con dos ojos gigantes que me miraban como si supieran cosas de mí que yo no, sólo que ahora mide casi dos metros y es tan guapo y rotundo que da miedo. Mi mano se quedó enana, y yo misma a su lado, aún más frente a la inmensidad del estadio. Es mi amigo y parece mi novio, o eso me gusta pensar cuando soy consciente de que no camino tan feliz y segura con ningún varón como con él. 

Me pongo pizpireta, cantarina y un poco gamberra para darle juego, para seguir dándoselo a través de las décadas, adultos ya, quizás porque ahora lo necesito más yo, que crezco al revés, y al final se giran las tornas y desafío a la biología y el orden de las cosas para convertirme en la hermana pequeña y díscola. Lo hago a posta. Me divierte. Juraría que a él también. 

Le hago mil preguntas porque le recuerdo siendo minúsculo y viendo perder a nuestro equipo en la tele, contrariado, diciéndole a mi padre "papá, ¿por qué somos del Atleti?", como en aquel anuncio pero sin entusiasmo, es decir, casi con lágrimas en los ojos. Por qué uno elige sufrir. Qué encuentra uno en la derrota. Esto dónde carajo se canjea. 

Luego pasa el tiempo y dejas de preguntarlo porque, en el fondo, hace rato que sabes la respuesta. La frustración moldea como pocas cosas el carácter y el ánimo. Te hace azaroso, fuerte, romántico. Te hace ágil, cicatrizable, escurridizo. Entiendes de los envites. Sabes que el fracaso acecha y que puede estallarte en la cara en el minuto 90. Aprendes a esperar. Aprendes que la vida nunca va de lo que te mereces

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Antes del partido nos pillamos unas latas de cerveza heladas y nos atusamos la chaqueta en la tarde ambarina que ya parecía un recuerdo por adelantado, como cuando voy a ver el Real Madrid con Fer a un bar de Malasaña regentado por una familia asiática y comemos alitas de pollo. Con esto me quedaré, con esto me quedaré, algún día. Rascando lo que aman los que yo amo, que es una forma muy legítima de amar. 

Mi hermano y yo charlamos de esto y de aquello. Del Cholo emocionado, siempre a punto del infarto de miocardio, de por qué “ganarse" la vida suena más bien a “perderla”, de los trajes de otoño que sientan como un guante (pensé en Diana Vreeland cuando decía que un vestido nuevo no te lleva a ninguna parte, que lo que importa es la vida que llevas con ese vestido), de la sensación de los días cíclicos en el barrio en el que nacimos, de alguien que nos gustó y se fue o tal vez nos fuimos nosotros, qué sé yo, ya no sabemos reconocer quién se bajó del barco primero. Habrá que relajarse: partido a partido.

Al minuto cinco ya habíamos metido un gol y yo le daba la matraca a mi hermano con que si era gracias a mí, que para una vez que voy ejerzo de amuleto. En la grada, a nuestro lado, había un padre maduro con su hijo nervioso sentado en las piernas. "Ay, a ver si tenemos suerte", decía el crío. "Tú tranquilo, que esto va para adelante: ya he puesto mis poderes mágicos a funcionar", le guiñé. El padre se reía. 

Vi a hombres escuálidos y con gafillas, hombres que no tenían media hostia, levantándose del asiento y gritándole barbaridades a no sé quién, haciendo el corte de mangas al aire de muy malas formas, con una violencia que no es que me incomodase, sino que me resultó pueril y ridícula: si el árbitro o el delantero del Madrid al que le increpaban se hubiese acercado a ellos, les habría tumbado de un cabezazo en el pecho y sin despeinarse.

Entiendo que uno es más valiente cuando pelea con fantasmas.

Entiendo que uno es un líder impecable, sobre todo, cuando nadie le escucha. 

Esta cosa bravucona del fútbol es la que me fascina, este ver cómo se les va a los chavales la fuerza por la boca, infértilmente, cuando el prestigio que se juegan no es suyo, y, desde luego, los millones que mueve la industria tampoco. Hay aquí una ira mal canjeada, un pollo desubicado de corte adolescente que retrata al varón maduro a punto del desquicie. Quizá el mundo está bien hecho y los partidos son los domingos para que los hombres como ellos vayan al estadio a soltar el lastre de toda una semana de desengaños y coces varias. ¿Son estos los gritos que no son capaces de meterles a sus jefes cuando les humillan? 

Hay falta de terapia psicológica aquí, hay huerfanitos clínicos. Apuesto a que el dinero que no se gastan en el psicólogo va al bono del Metropolitano, pero oye, ¿qué más da? El mundo entero es ya un loquero. 

Yo me imbuyo. Me gusta el parroquianismo, lo popular que se respira. Me gusta que los colegas de grada se saluden con vieja amistad y respeto. Hay caras guapas, caras expectantes, caras conmovidas. Mi favorita es la cara de gol. Nunca vi algo parecido en el rostro de un hombre. Una alegría inédita, un subidón irreproducible fuera del templo caliente del fútbol. Ni el nacimiento de un primogénito. Ni la mejor de las felaciones. Ni siquiera contarle a su mejor amigo con detalle esa felación. Nada les pone más exultantes que la bolita en la red. 

Ha sido complicado para nosotras entenderlo, pero ya sólo podemos abrazar este hecho y acariciarles maternalmente la nuca, como diciendo "ea, ea". Angelicos. 

Otra cosa que me sorprendió fue su facilidad de decir "te quiero" cuando se trata de su equipo. "Te quiero, Atleti, te amo", gritaba uno, desgañitado vivo, con el pescuezo en carne viva. Esto sucede en el mismo mundo en el que, previsiblemente, ese pibe llevará diez meses acostándose con una chica y aún no ha sido capaz de decirle ni que le cae bien, ni que le parece maja, no sea que se "emocione" y "confundamos términos". 

No es que los chavales no sean sentimentales: es que el amor se verbaliza con más facilidad si no se trata de una mujer. 

Con todo, qué quieren que les diga: me comí un "perrito atlético" más seco que mi corazón en el descanso y fui feliz a mi modo, que es entre el escepticismo y el contagio de la fiesta. Canté "obí, Oblack, cada día te quiero má", le sonreí de fondo al himno de Sabina y me quité el sombrero con la victoria de los míos, aún lejanos.

Bajé la avenida fumándome un cigarro, con extraño entusiasmo colectivo (¡débil, al cabo, emocionada, gregaria...!) y ya había llegado a casa cuando, en la ducha, me sorprendí entonando: "Porque siempre la afición se estremece con pasión...". Aún no me la quito de la cabeza. Yo creo que soy colchonera.