Felipe González afirmó en una ocasión, cuando ya había pasado tiempo desde que había perdido las elecciones generales de 1996, que los expresidentes son como jarrones chinos en un apartamento pequeño. Muy bonitos, pero no quedan bien en ningún sitio.

Nunca como en estos días se ha revelado tan manifiestamente acertada su descripción. En un alarde premonitorio también sobre la situación en la que se encontraría él mismo, señaló de esas vasijas orientales que "se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlas a la basura, pero en realidad estorban en todas partes".

Nadie es una referencia tan sólida para el socialismo español del último medio siglo como lo es González. Por eso mismo le resulta tan incómodo, al actual inquilino de la Moncloa, combatir las críticas, ahora feroces, de quien tanto contribuyó a modernizar este país cuando acababa de salir de su época más oscura.

Felipe González y Alfonso Guerra durante la presentación del libro del segundo.

Felipe González y Alfonso Guerra durante la presentación del libro del segundo.

Alfonso Guerra no alcanza, desde luego, a lucir semejante estatus, porque nunca lo tuvo. Pero las recientes palabras exvicepresidente, ahora tan en sintonía con las de su exjefe en el Gobierno, todavía conservan un peso. Quizá no tanto en relación con el día a día de la política del país. Pero sí, desde luego, en el ámbito socialista.

Que dos de los grandes protagonistas del socialismo moderno disparen, como hacen ahora, dardos incandescentes a la diana de Pedro Sánchez debería, como mínimo, hacer reflexionar al presidente en funciones. Pero es improbable que lo haga, ya que la reflexión como consecuencia de las críticas internas recibidas no se encuentra, a juzgar por lo que hemos visto desde que dirige el Ejecutivo, entre sus mayores cualidades.

Además, en el entorno del PSOE hay quien piensa que Guerra y González son víctimas, más que ninguna otra cosa, de un ataque de celos hacia Sánchez. Que, básicamente, los ignora.

Pero, realmente, parece que Felipe y Alfonso están ya mayores para tener problemas pasionales y da la impresión, también, de que su ego no necesita ningún tipo de arrumacos adicionales. Hubo un tiempo, no hace tanto, en que estos octogenarios con aún una colosal capacidad para discernir ostentaban todo, o casi todo, el poder en España.

Igual la protesta de los dos exmandatarios tiene que ver, más bien, con algo genuino relacionado con el hastío hacia las cesiones previstas por los socialistas a los partidos independentistas. O con la defensa del constitucionalismo, al que los dos políticos, de algún modo, también contribuyeron.

El rechazo público y en altavoz de González a la amnistía, esa a la que según Oriol Junqueras ya se comprometió el Gobierno en agosto, supone un desafío para Sánchez, lo quiera ver o no. A numerosos simpatizantes socialistas les produce una incomodidad considerable observar cómo uno de sus grandes popes se enfrenta a quien pretende ser investido en pocas semanas a cambio del perdón a Carles Puigdemont y a los demás políticos catalanes que incumplieron la ley.

"Una crisis política nunca tuvo que derivar en una acción judicial" sostiene, para asombro de muchos, Sánchez. ¿Por qué no dijo eso mismo hace unos meses? ¿Lo diría ahora si necesitara hacerlo para continuar una legislatura más en la Moncloa?

Alguien dijo que unos tipos de 80 años "no pueden estar condicionando la política de las nuevas generaciones". Sí, González y Guerra son octogenarios. Pero, por eso mismo, y por su bagaje histórico, el PSOE de Sánchez haría bien en escucharlos. No son jarrones, son dos socialistas muy poco sospechosos de no querer un gobierno progresista, y que reclaman desde su púlpito imaginario un atronador "no nos pueden chantajear".