La 'ley Montero' le ha rebajado la pena un año a uno de los agresores de La Manada. No es uno más de los 1.127 casos que también se han visto beneficiados por la ley. Es el caso que cierra el círculo, porque es el caso que lo empezó todo.

La ley de la discordia nació de una Manada que se convirtió rápidamente en marejada. Luego, un tsunami de opinión e indignación nos inundó y empantanó el debate público, que a todas luces era necesario. No era posible dar ni un solo argumento para la moderación sin que arreciasen los insultos.

Que nos sirva de advertencia, porque esto ha pasado siempre. Especialmente en las sociedades primitivas.

En las culturas avanzadas, la ley existe para racionalizar los impulsos violentos que genera la sed de justicia. Es la mano amiga que detiene el puño cuando se te calienta la sangre. Es la represión del impulso airado cuando la injusticia despierta la ira. Es tan humano enfurecerse ante la injusticia que permanecer tibio ante el daño al inocente nos convertiría en seres infrahumanos, más cerca de las bestias que de los hombres.

Estamos heridos por la injusticia. Es nuestra condición. De ahí nuestra eterna simpatía por los que claman por la muerte del inocente, el sufrimiento de los pobres y el silencio de los humildes

Y como es tan humano, como es tan nuestro que la ira nos posea ante el sentimiento que causa la injusticia, las sociedades civilizadas no sólo inventaron el castigo, sino que encauzaron la angustia y la violencia de los castigadores a través de instituciones para cortar un mal mayor.

El problema del mal, que hoy nos es tan ajeno y, a la vez, tan familiar, es que cuando luchamos contra él de frente y a pecho descubierto, nos posee y nos convierte en sus colaboradores. Esto lo sabe todo el que, de un modo honesto, se haya lanzado contra la injusticia presa de un calentón. Sabe que acaba causando más mal del que quería evitar. ¡Demasiado a menudo acabamos haciendo el mal que no queríamos, y queriendo el mal que no haríamos!

Supongo una buena intención en Irene Montero y su equipo. No tengo razones para no suponerlo. No creo que deseasen poner en libertad a cientos de agresores intencionadamente. Tenían buenas razones para pedir un cambio en la ley anterior y para airarse al ver que los agresores no eran condenados por agresión sexual, sino por abuso. Podían haber retocado algo que era un clamor y que era relativamente sencillo: tipificar como agresión también aquellos casos en los que la víctima estuviese drogada o borracha.

Pero también hay buena intención en los que matan a patadas al violador, en los que cuelgan de un árbol al ladrón o en los que lapidan al que blasfema.

La vicepresidenta Yolanda Díaz en una manifestación en Madrid para condenar el beso de Luis Rubiales.

La vicepresidenta Yolanda Díaz en una manifestación en Madrid para condenar el beso de Luis Rubiales. REUTERS

En esta época sentimental que juzga sumarísimamente según la indignación que producen los hechos, que se carga a un chaval por gritar obscenidades por su ventana, que vigila los mensajes del teléfono privado, o que criminaliza al deportista masculino que se toca los genitales, hay que reaprender una lección muy antigua.

No bastan las buenas intenciones. También ha de exigirse la moderación de las emociones.

La ley no está para satisfacer a las masas enfurecidas, sino para moderar su impulso violento y mantener la proporción debida entre el acto injusto y el castigo. La demagogia de Irene Montero la llevó a convertir en personal una lucha que nos pertenece a todos, y a insultar a todos los que le advirtieron de lo que iba a suceder. No se puede legislar para complacer la furia de las hordas tuiteras.

Ahora, por culpa de la ley del 'sí es sí', las víctimas, que siempre deberían ser lo más importante, son doblemente víctimas. Mujeres revictimizadas por el emotivismo de un feminismo radical.