De la Torre de Babel en la que pretenden convertir el Congreso de los Diputados a mí sólo me inquieta con qué lengua se darán ahora los besos en España: si con la propia o con la de otro. Si con una lengua cooficial o con una lengua de trapo. Espadas como lenguas, habría escrito Aleixandre de haber vivido esta utopía.

Pero a mí no me preocupa el bable, o el valenciano. A mí me preocupan las lenguas de carne, las lenguas vivas, músculos nuestros con los que se quiere y se desea casi tanto como con las entrañas. Con lo difícil que se ha puesto ser adolescente en este país, habrá que explicarles a los chavales que es más fácil besar por primera vez a una mujer que entenderse en las instituciones comunes del Estado.

Y hablo de lengua y de besos porque en España nos hemos vuelto mojigatos de salón. Ahora todos los besos desde el de Rubiales son pecado y una obscenidad si no tiene sello administrativo del Ministerio de Igualdad. Nos asomamos a la actualidad con rulos desde que Twitter convirtió el mundo en un patio de vecinos y así nos va.

El presidente de la comunidad autónoma catalana, Pere Aragonés.

El presidente de la comunidad autónoma catalana, Pere Aragonés. EFE

Nos degradan el castellano a una lengua más entre todas, quitándole la importancia que le corresponde por hablantes y por posibilidades expresivas (ese idioma en el que se entienden incluso Otegi en Cataluña y Puigdemont en el País Vasco).

Como en Sanlúcar, cuando pidiendo en Balbino, templo de las papas aliñás, me dijo el camarero tres veces: "Qué dise, hi'o, que no te entiendo". Y yo, con ramalazo de señor de Valladolid y embriagado de salero por la manzanilla, le solté: "Pero cómo no me va a entender si el que habla bien soy yo".

Y ahí nos reímos los dos, porque las lenguas y los acentos nunca fueron un arma hasta que le metieron mano nuestros políticos

[Los grandes de la UE, sobre el catalán: Irlanda tardó 17 años con el gaélico, que ya era oficial en todo el país]

Tanto laicismo institucional para terminar convirtiendo la Cámara Baja en un cuadro del Greco donde, a cada diputado, además de un iPhone, un iPad y un sueldo que cada vez encuentran menos forma de justificar, le dan una lengua de fuego para la presente legislatura. Una lengua que de paso les ilumine.  

A mí que me hablen en el idioma que quieran, incluso por señas, porque la única lengua que no se toca es con la que se aprietan los besos de madrugada. Por ahora.