Sumar, la nueva criatura de Yolanda Díaz, nace como un cambio de siglas, pero sin ninguna justificación doctrinal. Es el podemismo, pero con otro collar, y responde, más que a otra cosa, a un cambio de estrategia electoral que se consagra tras el batacazo de Podemos en las últimas elecciones.

Yolanda Díaz en La Laguna.

Yolanda Díaz en La Laguna. EFE

Cierto es que el veto sobre Irene Montero parece poner un correctivo a las performances protagonizadas por el Ministerio de Igualdad que acabaron con la promulgación de "buenas leyes, aunque de efectos no deseados", por hablar en los términos funambulísticos del portavoz del Gobierno, Patxi López, a propósito de la ley del 'sí es sí'.

Otra ley (o más bien antiley) sacada adelante por el Gobierno, y que produce grandes problemas técnicos y jurídicos, es la normativa sobre la vivienda, por iniciativa en este caso de Ione Belarra. Entre otras disposiciones, esta ley lleva a la suspensión, incondicional, de todos los desahucios. Y ello lo hace en la idea, imaginativa que no real, más propia de un cómic que de la teoría de la administración, de que el propietario es invariablemente un voraz capitalista especulador, panzón, con sombrero de copa y puro, y que quiere mantener su negocio aún a costa del inquilino, siempre en situación de vulnerabilidad (es la palabra fetiche): desamparado, desprotegido, dickensiano.

No importa que se puedan dar casos, como se dan, de propietarios cuya única fuente de ingresos es el alquiler de esas viviendas, y en los que el inquilino ocupante (okupa) esté aprovechándose de la situación y lo haga ahora con la protección de la ley (antiley).

Y decimos antileyes, y no genuinas leyes, porque dichos "efectos no deseados" son consecuencia de su carácter ideológico. Leyes pensadas no atendiendo al bien común, sino a los intereses ad hoc de una parte, se supone que desfavorecida por la historia (o por la sociología), y que ahora, una vez hecha "visible", hay que elevar a la condición de víctima para que sea redimida por las leyes.

Esta idea es el nervio fundamental del podemismo, ese "izquierdismo infantil", que llamó Lenin, "izquierda indefinida" para Bueno ("gauchismo" le dicen algunos, por aquello de la gauche divine), y que opera, en su visión de la política, con la imaginación, con iconos e imágenes (con las sombras del fondo de la caverna platónica), más que con el entendimiento y con conceptos.

Sumar y Yolanda Díaz, en este sentido, no significan ningún cambio más allá del movimiento de sillones. Incluso puede representar un giro de tuerca más en sus extravagantes guiños performativos (estoy pensando en aquella ocurrencia de Yolanda Díaz sobre la saudade como medio para salir de la crisis pospandémica). El discurso de esta izquierda está lleno de fuegos artificiales imaginativos que terminan dándose de bruces, por su imposibilidad tecnocrática, con la administración del Estado.

Sumar es una izquierda progresista, en todo caso, que representa un arquetipo sociológico muy dominante, casi avasallador (con su pretensión de superioridad moral), de una influencia política extraordinaria. De tal modo que, aunque haya recibido un varapalo electoral, tiene un suelo social bastante amplio desde el que reponerse. Es más, diríamos que es la ideología dominante, por serlo de la clase dominante, en el ámbito de la sociedad capitalista de mercado. Ese ámbito en el que "todo el poder es para los individuos" y cuya voluntad, casi a modo del "único" de Stirner, es la ley.

Y es que ese mundo posmoderno en el que se sitúa el Planeta Podemos, y en el que la realidad se va instituyendo por un puro acto de libre voluntad individual (y que cesa a capricho por el mismo acto), es el mundo donde la imaginación todo lo puede y en el que cada cual, por la propia fuerza del fiat voluntarista, se reviste de los atributos (sexuales, religiosos, culturales) que más le apetezca.

Es un mundo en el que no rige el principio lógico de no contradicción (en general, la lógica, cuyo carácter apodíctico es casi fascista, es sustituida por una especie de estética sentimental, privilegiando el espontaneísmo y la intuición), de tal manera que cualquier definición enseguida es sospechosa de rigidez arcaica, obsoleta y propia de "tiempos pasados" (que en España se asocian, invariable y automáticamente, con el franquismo).

El mundo posmoderno es un mundo flexible, versátil, "líquido" si se quiere, en el que cualquier identidad se puede subvertir en nombre del derecho a la différance.

Esto es lo característico de esta izquierda indefinida, que hace del sentimiento, incomunicable, intransferible, tan sólo expresable por su carga emocional (llena de gestos y palabrería), su eje programático, consistiendo este en embadurnarlo todo de retórica aduladora (demagógica). Retórica dirigida a emocionar al electorado, pero que no dice nada sobre qué hacer con el Estado y sus instituciones.

Es más, cuando se define, lo hace para transformar esas diferencias sentidas en privilegios, engranando, para justificarlo, con la política más reaccionaria, metafísica y sentimental, como es la del nacionalseparatismo fragmentario.