Sé que el autodiagnóstico no es el camino más fiable si el propósito es una valoración precisa y no una pesadumbre sin fundamento. Pero cualquier hipocondríaco comprenderá con facilidad que mi cuadro patológico exigía una búsqueda urgente en Google. Sé que diez de cada nueve especialistas lo desaconsejan y que a mi doctor de cabecera se le caerá el alma al suelo cuando me lea, porque me lee.

¡Lo sé!

Pero de un tiempo a esta parte la ciencia ha evolucionado a otra velocidad que el hombre, los síntomas se han propagado hasta la neurosis y a los muchachos cautos, como yo, nos han entregado a esta espesa niebla de confusión y tormento.

Un doctor entre el gentío.

Un doctor entre el gentío. EFE

Mire, lo que identifiqué me alarmó sobremanera. Antes el diagnóstico era más sencillo. Incluso particularmente sencillo si eras un alemán de clase media en la segunda mitad de los años 30. Digamos que los síntomas te saltaban a la cara. Una singular aversión por los judíos. Un desprecio poco decoroso por los eslavos. Una sospechosa predilección por las pieles pálidas y una ambigua manera de parar el taxi. ¡Ay! Pero encontré el artículo de un doctor que es la génesis de mi desconcierto.

Dice así:

"Habrá siempre quien diga que, incluso en el mundo de la derecha mediática, hay profesionales valiosos o incluso periodistas precarios sin malas intenciones que trabajan básicamente para mantenerse y mantener a su familia. ¿Qué quieren que les diga? También en el ejército de Hitler había buenas personas, padres de familia que abrazaban con verdadero amor a sus hijos pequeños, oficiales que hubieran preferido que los nazis no llegaran al poder, e incluso jóvenes generosos capaces del mayor heroísmo en la batalla e incluso de ser piadosos con el enemigo derrotado o de tener un gesto humano con el judío que iba a ser gaseado. Pero formaban parte del ejército de Hitler. Punto".

Apenas pude gobernar el ritmo de mis pulsaciones, escaló sin remedio un calor sofocante, sufrí una opresión inaudita en el pecho. Se acabó lo que se daba, claudiqué. No quise verlo aquella vez, cuando menosprecié la palabra del curandero ruso. Se equivoca, le espeté a Putin. No estoy enfermo. No detesto la Madre Rusia.

¡Al contrario!

Amo a Dostoievski, Sviáguintsev y Chaikovski, y no le hago ascos a un bizcochito relleno de mantequilla cuando la ocasión se presenta. Pero no, se acabó, no hay casualidad posible, el doctor despejó la duda. ¡Sufro un grave caso de nacionalsocialitis!

Por fortuna, es un trastorno reversible. El tiempo está de mi parte. Este artículo será mi Stalingrado.

Prometo ser valioso de ahora en adelante. Abrazaré a mamá con verdadero amor a Lenin. Me apiadaré del enemigo, aunque me aseguraré de que hunda la cabeza en el lodo. Al cabo aporrearé la puerta del director y le aclararé mi determinación: me marcho, renuncio, mi vida va en ello. A menos que le persuada. Sí, lo conozco bien, entrará en razón. Enderezaremos el rumbo. Seguiremos las prescripciones y se premiará nuestra sana conducta.

Se oirá nuestra voz.

Cuando los jueces rebajen las penas de los violadores. Cuando los ucranianos defiendan con su vida la de sus hermanos. Cuando los padres impidan el cambalache genital de sus hijos. Resistiremos. Hasta que las condecoraciones no quepan en el pecho. Hasta la afonía.

El periodismo es un oficio ingrato. Y sin embargo, a veces, de cuando en cuando, se distinguen salvíficos destellos de luz en el oscuro cielo de la noche. Poseen el atributo inusual de las epifanías. Olvidé el nombre del doctor, pero bendito sea. Ya tengo un dictamen para mi patología. Es la base para superarlo.