Llegó Pablo Iglesias a la política dispuesto a tomar el Cielo por asalto y lo que hizo fue entrar despacito, olvidando saludar al ujier, disfrazado de vicepresidente -segundo de cuatro- y tras insistirle a Sánchez con un implorante “que me quieras te digo”. Vamos, que en lugar de por asalto lo tomó -semitomó-, servil, tras un “¿se puede?” y dejando los zapatos de calle en la entrada. Para no ensuciar.

Como si de un Zelig cualquiera se tratase, convirtiéndose en rabino u obeso a poco que uno de ellos se le acerque, los de Podemos, proximidad mediante, tardaron poco en mutar. Los escraches de sus amores empezaron a resultar molestos e injustos, los límites salariales y de mandatos ya no parecían imprescindibles, ya no era necesario que dimitiesen aquellos cargos que fuesen investigados. Hasta su propia imputación por finaciación ilegal tienen. Con su caja B, su camisita y su canesú. Se quedaron los principios, como los zapatos, sobre el felpudo de la entrada de cada edificio ministerial.

Pese a que los más acérrimos no dudan en comprar el grito esquizoide de un Echenique que brama “fake news, fake news” en redes, versión destalentada del “van a por nosotros” de Accidents Polipoétics, se acusa el desgaste y UP baja en las encuestas. Algunas de ellas sitúan la intención de voto a los morados en el punto más bajo desde su llegada al Congreso hace cinco años. Y no me extraña.

Nos prometían un cambio -el gran cambio- y, sin embargo, su nueva política se parece demasiado a la vieja política. Se parece tanto que podría pasar por ser la misma. Tanto que si Ortega y Gasset levantara la cabeza se citaría a sí mismo y exclamaría, con voz de ultratumba de filósofo revivido, que “ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”.

Y yo, mientras le aplaudo, le comentaría a Don José que la hemiplejia moral es plaga hoy. Que se me dispara el nihilismo y me sube la misantropía. Que ayer en un bar me contaba alguien -no diré su nombre porque soy una dama- que en Murcia hay un paraíso donde puedes pasar días sin cruzarte con nadie. Y, aunque no conseguí sonsacarle la ubicación exacta pues, para mi desespero, se mostró inmune al chantaje y la coacción, no desisto de conseguir esa información.

Y que me voy a Murcia. A ver si escampa.