Escribo esta columna los jueves para que sea leída los viernes, con la firme intención de comunicar algo de interés en el momento actual. A veces, en veinticuatro horas, lo moderno se queda antiguo y eso se ha agudizado hoy hasta dimensiones surrealistas, inesperadas y casi marcianas. Con el mismo escenario se encuentran el resto de profesionales, marcas y empresas a nivel mundial.

Hoy, inevitablemente, necesitamos velocidad de reacción y readaptación de un mensaje que se va a recibir con una sensibilidad y una exigencia desconocidas hasta ahora. La tremenda crisis en la que estamos inmersos va a servir de criba y de catalizador: no me vendas motos, que no estoy para hostias.

El público, cliente o usuario está hambriento de valor y va a escupir, sin pensárselo, todo aquello que no aporte y no tenga en cuenta sus particulares circunstancias. El monólogo en los que algunos basaban sus ventas ya no sirve. Si habéis desperdiciado hasta ahora todos los canales que os cuentan cuáles son las necesidades y las inquietudes de vuestro público, ya os podéis poner las pilas o, como diría La Vecina Rubia: venga, hasta luegui.

Las marcas, sean personales o empresariales, buscan ser recordadas; recordamos lo que nos emociona; lo que nos emocionan son las historias. Si eres capaz de contar una que sea auténtica, sólida, coherente, consistente y constante, generas confianza. Si comunicas adecuadamente unos valores que coinciden con ese público al que escuchas y observas activamente, generas confianza. Si, en lugar de intentar convencerme, me muestras lo que haces y lo haces divinamente, generas confianza.

El lugar desde el que nace tu producto, sea un libro, una camiseta o una receta de cocina, va a ser el lugar donde le llegue a tu cliente: esa persona que ahora, más que nunca, está ávida de inspiración, de sonrisas, de aprendizaje. Somos personas hablando con personas. Personas que llevan un mes hurgando en su interior. Algunas de ellas no encontrarán nada por ahí porque nunca lo hubo, una lástima, qué le vamos a hacer. Pero otras se han topado con el hilo del que tirar para saber lo que quieren, para bajarse de la rueda de hámster en la que andaban inmersos y reinventarse en el aspecto que sea.

Quieren avanzar, crecer, ser más felices. Han decidido decidir y lo van a hacer con criterio. Ya no les valdrán influencers de veinte años anunciando antiarrugas ni personas que, ante la catástrofe, se han dedicado a repartir bulos a diestro y siniestro. Tampoco le verán el qué a alguien que, en el segundo día de encierro, se dedicaba a mostrar trapitos que le acababan de llegar por mensajería. No puedes, si quieres mantenerte en el candelero, obviar la situación en la que estamos inmersos, querida.

Muchas de las empresas sin valores definidos se quedarán en la cuneta. Para las que sí los tienen, estos serán una brújula imprescindible a la hora de tomar decisiones, como esas líneas en la carretera que suenan cuando vas a rebasarlas. Todas nuestras acciones, actuemos como empresa o como persona física, deben estar alineados con esos valores porque si no, tarde o temprano, aparecerán las grietas, la disminución de ventas o las lumbalgias.

Tengo mi identidad clara, empatizo con mi usuario. En qué soy diferente, en qué soy mejor, qué puedo aportar en una situación cambiante e impredecible en la que hay, sobre todo, hambre de inspiración, de ganas. Como indica el estupendo informe de la empresa Luxurycomm sobre los canales digitales en el escenario del Covid-19, el público necesita una presencia "estable, confiable y entusiasta" en estos momentos extraños. Ya no nos vale una forma sin fondo. Tu continente ha de estar rebosante de contenido si quieres mantener y fidelizar a tu cliente. Hay cosas que no se ven, pero se notan, y hoy son más definitorias que nunca.