Cuando llegamos al pueblo caía una lluvia mansa y tozuda, perfecto ejemplo de la lluvia gallega. Una compañera de Ciudadanos y yo nos apretujábamos bajo un paraguas demasiado pequeño en nuestro camino hacia el puerto, donde estábamos citadas con un colectivo profesional. Y entonces nos salió al paso un hombre visiblemente avergonzado: aquellos trabajadores preferían cancelar la reunión.

Según nos dijo aquel señor, dos días más tarde iban a recibir la visita “de una gente del PP”, y temían que si se enteraban de su encuentro con Ciudadanos “nos podrían quitar las ayudas”. Nos miramos sin decir nada, dimos las gracias a nuestro informante y nos fuimos sobre nuestros pasos, sosteniendo malamente aquel paraguas que el viento amenazaba con romper.

Sé que sólo es una anécdota de campaña, pero puedo asegurarles que es muy ilustrativa de lo que pasa en la Galicia del PP, el último bastión popular, la aldea gala en la que los de Casado (o los de Rajoy, o los de Aznar, o los de Feijóo) conservan un granero de votos, en parte gracias a cosas como esta. A una disciplina de cordón sanitario con la competencia que lleva incluso a un puñado de trabajadores a cancelar una reunión con un partido político por miedo a represalias.

En estas elecciones, Ciudadanos arañó al PP dos escaños en Galicia, uno en Coruña, otro en Pontevedra. Les aseguro que hacer campaña allí no es fácil. De entrada, la radiotelevisión pública nos excluyó de la información electoral. Durante once días de campaña –sí, once–, en la radio y la televisión pública gallegas no se habló de Ciudadanos, ni se nos incluyó en los debates de campaña ni en los bloques electorales de los informativos.

Quienes vetaron nuestra presencia sabían perfectamente lo que eso significa en una comunidad con parte de la población desperdigada por pueblos pequeñísimos donde casi todo el mundo se informa a través de “la gallega”, también llamada “TeleFeijóo”. Por cierto, la Junta Electoral falló a nuestro favor, pero el mal ya estaba hecho, y cuando repartíamos propaganda electoral por las aldeas, los viejitos decían estar convencidos de que “o Rivera” no se presentaba. 

Este es el oasis gallego: un lugar en el que los medios públicos hurtan información a los ciudadanos para ayudar a un partido –obviamente, el PP– a ir dopado a las elecciones borrando del mapa a quienes les pueden rascar votos. Un lugar donde un colectivo de trabajadores cree que sus ayudas peligran si se sientan media hora con un partido político distinto del que lleva la batuta.

Los dos escaños de Ciudadanos en Galicia se han conseguido luchando contra los elementos, y significan mucho más que dos actas: son una rendija que se abre en la ventana de una habitación de aire viciado. El año que viene hay otra cita electoral que puede marcar en Galicia el fin de ese caciquismo del siglo XXI del que he sido testigo durante esta campaña. El reloj se puso en marcha. Aquellos que para pararlo ignoraron todas las reglas de la ética tienen motivos para estar preocupados.