Lo primero que hay que hacer antes de empezar una negociación es negar la posibilidad de negociación alguna. En eso, Putin y Zelenski están de acuerdo: ambos se han mostrado públicamente como líderes entregados a su pueblo que no van a traicionarlo con cesiones ante el vil enemigo. El problema es que toda guerra, tarde o temprano, acaba… y no siempre con la rendición incondicional de uno de los bandos. Acudir a la negociación para cerrar el conflicto siempre va a tener un punto injusto, insatisfactorio y, muy a menudo, temporal. Acuerdos que se acaban rompiendo como se han roto los de Minsk de 2015.

Ahora bien, de cada quiebra de la confianza necesariamente se aprende. La Ucrania de 2023 no tiene nada que ver con la de ocho años atrás. Por entonces, no es que luchara contra un país o un ejército distintos, sino que no contaba con aliado alguno. Los acuerdos de Minsk no son sino una cesión necesaria ante el matón del patio para evitar la siguiente paliza. Una paliza que, pese a todo, ha acabado llegando. Repetir aquello sería absurdo: cualquier negociación requerirá de garantías y esas garantías solo las puede poner la comunidad internacional, basándose en el principio de territorialidad de los estados que defiende incluso China.

Aunque Rusia no va a reconocer nunca que ha perdido la guerra de Ucrania, el caso es que la ha perdido. No solo su imagen como país y como potencia militar ha salido seriamente dañada -y habrá que ver en qué se convierte a partir de ahora, si en una especie de Corea del Norte a lo grande o una China de principios de siglo-, sino que incluso económicamente, el país ha perdido su gran activo: la venta de materias primas. Sin exportación masiva de gas y petróleo, no hay oligarquía. Sin oligarquía, no hay inversiones internas privadas. Sin inversiones internas privadas, más la desconfianza de todas las empresas multinacionales, el país está llamado a depender del estado como en la era comunista.

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Aun así, hay algo más importante: lo que ha perdido Rusia, sobre todo, es su capacidad de intimidación y eso es clave para negociar cualquier armisticio. Ahora sabemos que nuestros juicios de 2015 estaban equivocados: habíamos visto a Putin arrasar Chechenia o Siria y pensábamos que podía hacerlo con cualquier cosa que se le pusiera por delante. No, no puede. Su ejército presenta tales carencias que ni siquiera el envío de medio millón de soldados entre profesionales, reservistas y civiles movilizados ha conseguido algo mejor que salir corriendo de Jersón para proteger Crimea.

El abuso del mantra nuclear

Otro gran error estratégico ha sido el recurso excesivo a la amenaza nuclear. Desde el primer momento, tanto el Kremlin como, sobre todo, sus propagandistas han insistido en el apocalipsis atómico como una consecuencia de no ceder ante sus caprichos. ¿Quiere Ucrania entrar en la OTAN? Cuidado con nuestros misiles. ¿Quieren Finlandia y Suecia renunciar a su neutralidad? Mucho ojo con las consecuencias. ¿Quiere la OTAN seguir apoyando a Ucrania con armas y formación? Podemos hundir el continente bajo el mar si nos lo proponemos.

El presidente de Rusia, Vladímir Putin, este lunes en un centro turístico en la región de Tver. Maxim Blinov Reuters

Cuando la amenaza nuclear se hace explícita, pierde buena parte de su efecto de disuasión. Tarde o temprano, te pilla en un renuncio. Finlandia y Suecia renunciaron a su neutralidad y no pasó nada, la OTAN siguió mandando tropas y no pasó nada. Incluso la famosa línea roja de la territorialidad rusa, en principio, se ha cruzado: en sentido estricto, al menos para la propia Rusia, Jersón es un territorio integrado en su Federación. Rusia está huyendo de lo que se celebró como parte de Rusia hace apenas un mes… una parte que, en su momento, se prometió defender con todas las consecuencias y que ahora resulta estratégicamente prescindible.

Cuando Estados Unidos y la OTAN reaccionaron a los coqueteos de Rusia con las armas nucleares tácticas con la promesa de aniquilar convencionalmente todo el ejército ruso en Ucrania y el Mar Negro, Putin entendió que por ahí no tenía nada que ganar. Porque si no podía llegar a Mikolaiv, si no podía mantener sus pocas posiciones en Járkov y no podía siquiera mantener la integridad de un Lugansk, que se dio por conquistado en julio, ¿cómo demonios iba a hacer frente a un ataque de la OTAN en toda su extensión? Solo autodestruyéndose en un intercambio nuclear. Y la autodestrucción nunca es una opción apetecible.

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La insistencia de EEUU

Todo esto Zelenski lo sabe. Sabe que Rusia está contra las cuerdas y que cada vez le quedan menos recursos. La confesión del ministro de defensa Serguei Shoigú y del jefe de la operación militar especial, Serguei Surovikin, de que su ejército no es capaz siquiera de garantizar el envío de suministros a un territorio que queda a apenas ciento veinte kilómetros de la frontera con Crimea es durísima. Ni siquiera medio millón de hombres han sido suficientes para establecer unas líneas de comunicación sólidas en terreno propio. Tan dura es dicha realidad que a Putin ni se le ha visto por los medios anunciando una medida que, necesariamente, él mismo ha tomado.

El ejército ruso, ya lo vemos, está derrotado. Los rumores de negociación empiezan a sonar por todas partes, aunque nunca de forma explícita. Zelenski dijo recientemente al diario El País que era imposible negociar con los rusos. Putin lo ejemplificó anexionándose el territorio ocupado al margen de cualquier legalidad internacional. Sin embargo, sabemos que tanto el Kremlin como, por supuesto, Kiev, están escuchando a Estados Unidos. Y lo que les dice Estados Unidos es que se pongan de acuerdo en unos mínimos y a partir de ahí intenten construir algo parecido a una convivencia.

Un soldado ruso durante el asedio de la ciudad de Mariúpol. Europa Press

Cuando decimos que Rusia ha perdido la guerra, no hay que inferir directamente que la ha ganado Ucrania. Si las bajas del ejército ruso, entre muertos y heridos, se cifran en unos cien mil hombres, se calcula que hasta cuarenta mil civiles ucranianos han perdido la vida. A eso, súmenle militares y desplazados, infraestructuras destrozadas y ciudades hechas escombros. Lo único que ha ganado Ucrania es lo que realmente estaba en juego: su libertad. No es poca cosa, pero la libertad conviene ejercitarla y para eso hace falta un contexto que la haga posible: el contexto de la paz.

Regreso a las fronteras de febrero

¿Qué puede pedir Zelenski razonablemente en unas negociaciones? Lo primero, garantías de que Rusia no está intentando ganar tiempo. Que el alto el fuego no se convierte en una oportunidad para reorganizar tropas, establecer líneas sólidas de defensa, rearmar a los movilizados y prepararse para una posible nueva ofensiva. Ese es el temor de Kiev y es el temor de cualquiera con dos dedos de frente porque Rusia, por definición, no es de fiar y nada hace pensar que lo vaya a ser de la noche a la mañana.

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Si Putin quiere que Ucrania se siente a una mesa de negociaciones, necesitará antes un par de cosas: primero, poner en suspenso el decreto de anexión de las provincias ucranianas en su momento controladas por el ejército ruso: a continuación, retirarse totalmente del sur del país y volver a las fronteras del 24 de febrero en el este. En otras palabras, Rusia no puede haber ganado ni un solo kilómetro con respecto a lo establecido en Minsk. Exigir a Ucrania que deje de luchar por liberar su propio territorio y se siente con los que aún ocupan ese terreno es absurdo. No se va a dar.

La negociación de 2023 debe ser muy parecida a la de 2015, es decir, ¿qué hacemos con el Donbás y con Crimea? Y, ahora, la comunidad internacional debe tomar cartas en el asunto. La guerra se ha planteado en términos globales y así debe plantearse la paz. Si Putin se siente cómodo con Erdogan como mediador, que medie Turquía. Al fin y al cabo, hablamos de un país integrado en la OTAN. Si se siente cómodo con Xi Jinping, adelante. Pero partiendo de las fronteras anteriores, que, ya de por sí, estaban en discusión.

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, este jueves en su discurso diario.

A partir de ahí, habrá que enfrentar la justicia con la realidad. Rusia sabe que no puede invadir Ucrania sin más. No, al menos, en el corto y medio plazo. A su vez, Ucrania sabe que no va a poder descansar en paz sin alguna clase de acuerdo. Ese acuerdo tiene que ceñirse a las partes de Donetsk y Lugansk, en conflicto desde 2014, y a Crimea. Lo ideal sería un referéndum auspiciado por las potencias internacionales en ambas zonas y el compromiso de ambas naciones a respetar lo que salga de ahí.

¿Una negociación imposible?

El problema, de nuevo, es que ninguna de las dos partes se va a fiar de la otra, básicamente porque las dos creen que ese territorio es suyo y no van a renunciar a él en caso de derrota en dicho referéndum. Ahora bien, hay margen para acuerdos intermedios: Ucrania podría reconocer una Crimea rusa a cambio del reconocimiento de un Donbás ucraniano. No creo que fuera ningún escándalo si a su vez Rusia ofrece algo más, como un acuerdo económico para reparar los daños de guerra, por ejemplo.

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Ucrania merece ganar esta guerra porque al fin y al cabo se ha limitado a repeler una agresión salvaje. Otra cosa es que le compense intentarlo. Tarde o temprano, con la ayuda de la OTAN, conseguirían sacar a los rusos de todo el país. Recuperarían Donetsk, recuperarían Lugansk, recuperarían Melitopol y, por supuesto, recuperarían Crimea, puerto de Sebastopol incluido. Ahora bien, no es lo mismo "tarde" que "temprano" y lo primero parece más probable que lo segundo.

De entrada, cualquier negociación en cualquier conflicto más o menos estancado siempre parece imposible. Es inimaginable que Putin pida perdón por su "operación militar especial" o que se haga cargo de las reparaciones económicas… pero tendrá que hacerlo. Es inimaginable que Zelenski tenga que renunciar a su legítima aspiración sobre Crimea, pero lo mismo no le queda remedio. O eso o que ambos países sigan matándose al ritmo actual mientras sus economías se hunden. No hay nada bueno en negociar con un genocida. Habrá que estudiar si, al menos, eso es mejor que la alternativa.