Mientras Occidente se revuelve incómodo ante cada detalle revelado del asesinato y desaparición del periodista saudí Jamal Khashoggi, orquestado presuntamente desde las esferas del régimen de los Salman, Vladimir Putin mira desde las murallas del Kremlin. Como si de una película se tratara, el presidente ruso observa el devenir de los acontecimientos a la espera de dar el salto definitivo que permita convertir a Rusia en la potencia hegemónica de una de las zonas más codiciadas y conflictivas del planeta: Oriente Próximo.

Por el momento, Putin ha rechazado exigir de forma contundente el esclarecimiento de unos hechos que se enredan en versiones contradictorias entre Arabia Saudí, por un lado, y la prensa estadounidense junto a la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan por otro. A la vista del devenir de los acontecimiento, el perfil bajo del presidente ruso sólo puede entenderse desde un punto de vista geopolítico.

De confirmarse las versiones que involucran directamente al heredero del trono saudí en la muerte de Khashoggi, Estados Unidos y, de forma especial, su presidente Donald Trump, tendrían muy difícil el tratar de justificar o excusar a un régimen que asesina a los opositores que disienten con su línea oficial. Más aún si tenemos en cuenta las protestas que, desde ambas bancadas del Senado, se han dirigido a la administración estadounidense para exigirle que imponga sanciones a Arabia Saudí y expulse a su embajador del territorio nacional. 

La evidencia de los hechos dejaría a Trump a merced de la tradición democrática de su país y los altos estándares de exigencia utilizados con países como Venezuela e Irán. Este último, enemigo declarado del gigante norteamericano desde la Revolución Islámica de 1979 y cercano a la influencia del Kremlin, ha venido ejerciendo desde hace décadas el contrapeso en la región a su vecino Arabia Saudí, situada en la órbita geoestratégica de Washington y con unas relaciones bilaterales prácticamente inexistentes con Teherán. 

Estados Unidos y las principales potencias europeas, ya sea desde sus poderes ejecutivos o legislativos, han entrado de lleno en la polémica que rodea al caso, primando los derechos humanos por encima de las relaciones comerciales y de poder que hay en juego. Francia, Reino Unido y Alemania se han unido para exigir la depuración de responsabilidades en un inusual comunicado conjunto. Angela Merkel ha ido más allá al suspender en la tarde de ayer la venta de armas al reino saudí. Respuestas que se suman a la anunciada inasistencia, esta semana, al conocido como "Davos del desierto" de algunas de las empresas más importantes del mundo y de varios gobiernos occidentales . 

No obstante, a pesar de la presión internacional, Putin sólo se ha limitado a culpar a Estados Unidos de no haber sido capaz de proteger a un opositor que buscó refugio al otro lado del Atlántico y acabó, como publicó el medio Middle East Eye, siendo descuartizado en el consulado saudí de Turquía.

El posible deterioro de las relaciones entre Washington y Riad es la ocasión que Rusia llevaba esperando desde hacía tiempo. Su oportunidad para dar el gran salto y ocupar el espacio que podría dejar Estados Unidos en caso de que la muerte de Khashoggi termine salpicando por completo al régimen de los Salman.

Con Irán y Arabia Saudí bajo su órbita de influencia, Moscú se aseguraría el acceso directo a las inmensos recurso naturales que albergan ambos, al tiempo que garantizaría su hegemonía en la región. Tan sólo el conflicto sirio, en el que Rusia es partidaria de la permanencia del régimen de Bashar al-Ásad, a diferencia de Riad, podría empañar los objetivos expansionistas que siempre ha manifestado tener el corazón de la antigua URSS.