Retrato de la comunicadora y escritora.

Retrato de la comunicadora y escritora. Cedida

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La periodista Ana Bernal-Triviño: "La romantización de la violencia en TikTok refleja relaciones desequilibradas"

La comunicadora presenta su nuevo libro, En la raíz del poder, donde explora el origen histórico del patriarcado y cómo este aún condiciona la actualidad.

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Ana Bernal-Triviño es periodista, escritora y profesora universitaria, reconocida por su defensa de los derechos de las mujeres y por su análisis del tratamiento mediático de la violencia machista.

Colabora en prensa, radio y televisión, y ha publicado varios ensayos sobre feminismo y comunicación. Este año ha publicado La raíz del poder, libro en el que rastrea el origen histórico del patriarcado para explicar cómo sus estructuras siguen condicionando nuestras vidas.

Desde el Código Hammurabi hasta la era digital, muestra cómo viejos relatos resurgen disfrazados de modernidad y alerta sobre los retrocesos sociales, los discursos que romantizan las agresiones y un presente que, afirma, puede ser incluso más inquietante que el pasado.

¿Cuándo comprendes que la desigualdad de género no era un hecho aislado, sino un sistema político con raíces milenarias?

Cuando empecé a conocer la historia de mis antepasadas y a observar con atención el presente. Descubrí que compartimos experiencias que se repiten generación tras generación. Esa conciencia de genealogía feminista —entender qué vivieron mi madre, mi tía, mi abuela y las mujeres anteriores— construye un relato donde una se reconoce. Y al hacerlo, entiendes también que cada época ha tenido que conquistar derechos distintos.

¿Qué retrocesos ves hoy y por qué es imprescindible mirar al pasado para entender la desigualdad?

Me preocupan las encuestas entre jóvenes que afirman que el feminismo ha ido demasiado lejos o que la desigualdad ya no existe. Ese discurso refleja falta de memoria histórica: necesitamos datos y pedagogía porque vamos tarde.

También preocupa cómo se usan los clásicos para justificar posiciones machistas y cómo se populariza un lenguaje “nuevo” que repite estereotipos antiguos. Conceptos como la “mujer de alto valor” o figuras como Astra White retoman roles de Lucrecia en Roma o de la Grecia clásica. Cambian las palabras, pero los estereotipos y las misiones asignadas a las mujeres siguen siendo los mismos, adaptados para las nuevas generaciones.

¿Incluso en el Neolítico?

Sí. Ya entonces aparecen jerarquías que seguimos reproduciendo. Aunque trabajo sobre todo con Grecia y Roma por la abundancia de fuentes, siempre que puedo retrocedo más: Mesopotamia, Egipto y cualquier indicio que ayude a entender el origen del patriarcado. La falta de documentación dificulta avanzar, pero cada pista es clave.

Y ahí debemos detenernos: desde 2025, con toda nuestra tecnología y fe en el progreso, solemos mirar con condescendencia a quienes vivían en el Paleolítico. Sin embargo, muchos prejuicios que hoy sostienen la desigualdad no existían entonces. En algunos aspectos, eran sociedades más libres de condicionantes que hoy vemos como naturales.

La periodista Ana Bernal-Triviño, en una imagen de archivo.

La periodista Ana Bernal-Triviño, en una imagen de archivo. Cedida

¿Cuándo crees que el cuerpo femenino se convirtió en territorio político?

Quise homenajear a Gerda Lerner porque explica muy bien cómo el cuerpo de las mujeres empezó a entenderse como propiedad en los orígenes del patriarcado. Ese proceso —que detallo en el libro— no sucede de golpe: cambian discursos, cambian leyes y, poco a poco, esas pequeñas variaciones se consolidan como base.

Ese momento es crucial para entender los debates actuales sobre feminismo. La opresión femenina nace de la apropiación del cuerpo: de la privatización de su capacidad reproductiva y sexual. En cuanto la mujer queda reducida a una función —sexual o reproductiva— comienza también su deshumanización. Es triste, pero ahí empieza todo.

¿Qué rasgos del imaginario religioso siguen legitimando la obediencia hoy?

Quise profundizar en la religión porque, como persona agnóstica, me sorprendió descubrir muchas cosas. Es importante diferenciar la Iglesia como institución —con sus abusos y su papel histórico— de la religión como tradición espiritual.

El cristianismo heredó jerarquías que subordinaban a las mujeres, aunque al principio el mensaje era distinto: el Jesús histórico reconocía identidad y dignidad a las vulnerables, y el celibato podía ofrecerles cierta libertad.

El giro llega con la patriarcalización: la liberación se rompe, la mujer queda relegada y la historia se reescribe. El caso de María Magdalena ejemplifica cómo la Iglesia consolidó un imaginario que sigue moldeando la obediencia y perpetuando roles de subordinación.

¿Y a día de hoy?

La tarea sigue siendo difícil. Desde el feminismo debemos apoyar a las mujeres que quieren avanzar dentro de las estructuras eclesiásticas y ocupar espacios de poder. Aunque no nos gusten esas instituciones, es imprescindible estar presentes donde se toman decisiones.

También es clave romper prejuicios y acudir a las fuentes: Jesús de Nazaret no pronunció palabras sobre temas que hoy se usan políticamente, como el aborto, y que se instrumentalizan en movimientos como el evangelismo estadounidense. Lo mismo ocurrió con las escrituras en los inicios del sufragismo norteamericano.

Por eso es esencial desmontar cómo se han manipulado estos textos desde una óptica patriarcal. Releerlos desde una perspectiva feminista no solo es legítimo, sino necesario para recuperar un relato que nos fue arrebatado y abrir espacios de libertad y decisión para las mujeres.

¿Se puede decir que la fe se ha usado históricamente como herramienta de sumisión?

Exacto. La fe se usó para someter, y por eso me interesan las investigaciones de Piñero: muestran cómo en los textos del cristianismo primitivo hay añadidos posteriores que no encajan con el mensaje original. Al analizar los primeros documentos y ciertas cartas atribuidas a San Pablo, se ven contradicciones claras con su relación con mujeres de su tiempo, con quienes colaboró en el ministerio de Jesús.

Esos añadidos se convirtieron en doctrina. Por eso insisto en acudir a las fuentes y recordar que lo que recibimos siempre es una interpretación, muchas veces modificada para imponer un rol social a ellas. La institución acabó fijando tres destinos posibles para una “buena” mujer: casarse y ser legitimada, entrar en un convento o, de lo contrario, quedar en la marginalidad. Eran las únicas opciones disponibles.

¿Qué rastros del Código Hammurabi y del Derecho Romano siguen presentes en nuestras leyes?

El principal rastro es el sometimiento. Leer el Código Hammurabi no solo sirve para compararlo con nuestras leyes actuales —donde no hay equivalencias directas—, sino para entender cómo se organiza la sociedad. En países como Irán o Afganistán, esos códigos siguen vigentes: el sometimiento de las mujeres es brutal y cualquier castigo se justifica en nombre de la moral del hombre o de la familia.

Esa lucha está ligada al derecho a la educación y debe seguir siendo un compromiso colectivo, porque muchas arriesgan literalmente su vida por abrirse camino.

Pero no es algo que ocurra solo “lejos”. Me preocupa el movimiento que llega desde Estados Unidos —las trad wives o iniciativas de Charlie y Erika Kirk— que reciben donaciones en universidades para convencer a jóvenes de que no terminen sus estudios y que el único “título” que importa es ser ama de casa.

El feminismo no está en contra de ser ama de casa; sabemos que es un trabajo no remunerado y muy duro. Lo que defendemos es la libertad de elección, que solo existe si hay educación e información. El discurso trad wife puede parecer atractivo en redes, pero detrás de la pose se recorta, de manera muy sutil, la libertad educativa y vital de muchas jóvenes.

¿Por qué muchas mujeres aceptan sin cuestionar roles tradicionales y cómo influye la dependencia económica?

Ese convencimiento suele venir de generaciones anteriores y de la educación recibida. En mi familia, por ejemplo, mi madre, mi tía y mi abuela me transmitieron la misma idea: “estudia para no depender de nadie”.

Siempre recuerdo a Virginia Woolf: una habitación propia. Yo añadiría un monedero propio: sin recursos económicos, la independencia y la libertad son imposibles. La dependencia económica sigue siendo una asignatura pendiente y condiciona la vida de muchas mujeres, incluso exponiéndolas a violencia.

La periodista, conocida por su especialización en género.

La periodista, conocida por su especialización en género. Cedida

Una asignatura pendiente pero con víctimas casi cada día, ¿no hacemos lo suficiente?

Creo que no. Muchas mujeres están “muertas en vida”, atrapadas en maltrato psicológico, que a veces prefieren al físico porque al menos deja una respuesta. Este dolor se invisibiliza mediáticamente: la violencia vicaria y sexual recibe cobertura puntual cuando hay casos mediáticos, pero la mayoría de denuncias diarias pasan desapercibidas.

Esa falta de visibilidad impide generar conciencia. Las agresiones machistas siguen siendo banalizadas y normalizadas. Hubo un pico de atención con La Manada, pero en los últimos años hemos retrocedido y recuperar terreno será difícil.

¿Es parte de un engranaje que no funciona?

Sí, es un engranaje que no funciona. A veces parece que la historia se repite: entramos en ciclos de apoyo masivo y luego vemos que muchas acciones son superficiales, como asistir a una manifestación solo para la foto de Instagram. El compromiso real es diario.

También necesitamos instituciones a la altura. La formación dentro de ellas es clave: una mala respuesta a una mujer en un momento crítico —aunque sea por desconocimiento— puede hacer que no vuelva a pedir ayuda. Eso no solo aumenta el riesgo de asesinato, sino que genera desgaste emocional, enfermedades crónicas y consecuencias que muchas arrastran toda la vida.

¿Qué mensajes o discursos contemporáneos legitiman hoy la fuerza y la supremacía masculina?

Me preocupa mucho la romantización de la violencia entre la juventud. Retos como el del “pégame” o la “prueba del bote” muestran relaciones desequilibradas y una mirada instrumental hacia las mujeres. La educación es clave, pero cada intento de avance choca con la acusación de “adoctrinamiento”. Hablamos de derechos humanos, no de pensamiento único, y si eso genera rechazo, vamos mal.

También influye la normalización de discursos masculinos muy visibles que desautorizan, ridiculizan o deshumanizan a aquellas que alzan la voz. Es el mismo mecanismo usado contra las sufragistas: reducirlas a caricaturas y restar poder al feminismo en medios, mostrando a las activistas como radicales o “gritonas”.

Esa imagen ha calado en parte de la juventud, aunque las feministas son profesionales formadas que reclaman igualdad de derechos. Se suma el avance de la ultraderecha, que lleva a algunos jóvenes a relativizar el franquismo. Rechazo al feminismo y blanqueamiento del autoritarismo crecen paralelamente, y esa semilla ya está prendida.

Hace falta mucha más institucionalidad: cerrar los huecos por los que siempre se cuela el machismo y desmontar mitos dañinos, como el de las denuncias falsas. Una mujer que denuncia enfrenta un proceso durísimo: revivir su historia, proteger a sus hijos y asumir un riesgo real. Muy pocas lo hacen “por gusto”.

Además, los juzgados no siempre investigan a fondo la situación de la víctima ni la del agresor. Queda un trabajo enorme si queremos reducir no sólo asesinatos, sino también el número de mujeres que, desesperadas, buscan protección.

Para terminar, haciendo uso del título de tu libro La raíz del poder, ¿qué te da más miedo: el pasado o el presente?

El presente. Me inquieta cómo se usa el pasado para reproducir los mismos estereotipos y estructuras, pero envueltos con un aire nuevo que incluso atrae a la juventud. Esa atracción no surge de la nada: los adultos saben hacia dónde quieren redirigir el poder y dedican muchos recursos a ese relato.

Se habla mucho de los “chiringuitos feministas”, pero la mayoría de asociaciones sobreviven como pueden y sostienen gran parte del trabajo de asistencia de manera voluntaria. En cambio, las organizaciones machistas reciben financiación considerable, documentada en Estados Unidos y también en Europa, y buscan vulnerar derechos de las mujeres, empezando por el aborto. Aquí ya empezamos a ver esos debates y retrocesos.

Por eso temo el presente: sé qué pasado quieren recuperar y no lo quiero para las próximas generaciones. Ese modelo educa a los agresores. Hay que decirles a los chicos que seguir ese camino puede arruinar su vida; y alertar a las chicas, muchas de las cuales no identifican la violencia y la normalizan.

El feminismo salva y trae felicidad, pero solo funciona si se asume como proyecto de toda la sociedad. Sin ello, avanzar será extremadamente difícil.