Ya la Biblia lo avisaba: “La mujer no llevará vestidos de hombre ni el hombre llevará vestidos de mujer, pues son cosas abominables a los ojos del Señor, tu Dios”. Casi nada: a ver quién enfada al todopoderoso. La autora de Insumisas (Principal de los Libros), la divulgadora Laura Manzanera, explica que desde siempre “el atuendo se ha utilizado para marcar diferencias, en especial las de género”, y que “la moda ha sido la herramienta de vigilancia más eficaz”, desde la falda al pantalón, desde el rosa al azul -una asignación de colores que, en sus comienzos, era a la inversa-.

Dime qué te pones y te diré cuánto mandas: ¿es una prenda que se abre, que se mueve con el viento y que obliga a la chica a reducir las actividades más dinámicas y a comportarse ‘decorosamente’ para que no se le vean ‘las vergüenzas’? ¿O es una prenda cómoda, práctica y que representa la libertad y la seguridad, como el pantalón para los hombres? Ajá. Recordaba Simone de Beauvoir que la ropa masculina, aunque también es un artificio, “está hecha para favorecer la acción en lugar de entorpecerla”.

“Para librarse de los convencionalismos y las limitaciones inherentes a su condición, muchas mujeres a lo largo de la historia decidieron travestirse. Querían dejar atrás la familia o un matrimonio no deseado, esquivar los roles que se les adjudicaban: esposa y madre, criada, monja o prostituta, salir de la miseria, conseguir un sueldo propio, ejercer un trabajo prohibido o desarrollar una pasión”, escribe Laura. “Perseguían el amor o la defensa de una causa, prevenían el acoso o una posible violación, o simplemente intentaban salvar la vida”.

De todas ellas habla este libro. De mujeres que nunca quisieron ser hombres, nunca quisieron convertirse realmente en uno de ellos, pero sabían que jugar a disfrazarse del enemigo las llevaría a competir verdaderamente contra él, desde una posición de igual a igual. No había nada lúdico en ese travestismo: si las pillaban, las castigaban con insultos y humillaciones, se las condenaba al repudio social y, en el peor de los casos, las sentenciaban a muerte.

Historia del travestismo

No sólo son heroínas de ficción -como la Leonora de Fidelio, de Beethoven, o la Dorotea de El Quijote-, y no sólo son mujeres históricas: hace cuarenta años, la egipcia Sisa Abu Dauh, se disfrazó de varón para poder trabajar y alimentar a su hija tras enviudar. “Me afeité la cabeza, me puse un turbante y oculté mi figura bajo una holgada galabiya (túnica). Y, como cualquier otro muchacho del pueblo, me fui a buscar un sueldo”.

Así fue: trabajó de agricultora, de albañil, y, finalmente, de limpiabotas. También en el siglo XXI ha habido mujeres vagabundas que han padecido los terrores de vivir sin techo y han decidido camuflarse para evitar violaciones: “Me cortaba el pelo, me ponía una gorra y ropa ancha para disimular, así era todo más fácil”, cuenta a la autora Gema, una mujer que vivió y durmió en las calles de Barcelona doce años.

Lo decía Théroigne de Méricourt: “Quiero tener el aspecto de un hombre para eludir la humillación de ser mujer”, aunque a los tipos que se vestían de hembra los castigaban también muy duramente, dado que se entendía que transitar a mujer era algo abominable y bajo -una caída en picado desde alto-, mientras que transitar hacia lo viril traslucía la ambición de “ser mejor”. “Si dios me ha encomendado que tome y vista ropas de hombre es porque debo llevar las armas que llevan los hombres”, lanzaba la auténtica Juana de Arco.

Juana La Loca 

Recuerden que ella -pobre, joven, analfabeta- sintió la llamada de dios para librar a Francia de la invasión y entronizar a Carlos: así se lo comunicó a él, tuvo que someterse a una prueba de virginidad y acabó convirtiéndose en una célebre doncella guerrera. Cuando juzgaron sus ropajes, ella alegó: “A una virgen le convienen por igual las ropas de los dos sexos”. Los teólogos llegaron a confirmar que, efectivamente, la cosa parecía ir de una orden divina, así que se le dio armadura, accesorios, escuderos y escolta y comandó a cinco mil soldados hasta liberar Orleans.

Juana La Loca.

El problema fue cuando cayó en París y resultó herida: su suerte iba menguando. El rey la abandonó: no le importó deberle el trono. En la cárcel de la Inquisición en la que terminó la hundían por su aspecto masculino, “aunque era mejor eso que ser violada”. La persiguieron por su corte de pelo y por su empecinamiento en vestir viril. “Se la declaró, además, adivinadora, falsa profetisa, invocadora de malos espíritus, hechicera, conspiradora, supersticiosa, escéptica, descarriada, idólatra, sacrílega, blasfema, apóstata, escandalosa... Incluso incitadora a la guerra”, escribe la autora.

Podía salvarse si pedía perdón y se comprometía a pasar el resto de su vida encerrada, a pan y agua, vestida de mujer. Aunque le conmutaron la pena por cadena perpetua, no le duró mucho la voluntad e incumplió su palabra. Volvió a vestirse con ropa de hombre. “Prefiero vestir de hombre que de mujer [...]. Nunca he jurado no volver a ponérmelo [...]. Lo hice porque me parecía más apropiado, al estar entre hombres, que vestirme de mujer [...]. Lo volví a adoptar porque no mantuvisteis la palabra de que podría ir a misa y recibir a mi Salvador y de que me quitarían los grillos”.

Así que por eso y por reconocer que oía voces celestiales, a la hoguera con diecinueve añitos. Se fue hereje y orgullosa, porque rechazaba el padrenuestro y a las autoridades eclesiásticas y porque llegó a reconocer haber dormido… con otra mujer, en un innegable guiño lésbico.

Faraón(a) de Egipto 

No estaba sola: ahí reinas como la faraón de Egipto Hatshepsut, la primera mujer con barba que conocimos -aunque fuera postiza-. Con el torso desnudo, con los pechos escuetos y visibles, con tocado masculino. Se refería a sí misma como “él” y como “ella”, y fue la primera persona pública conocida que utilizó el género sexual “según le interesaba a nivel político e hizo en sí misma el milagro de ostentar la realeza y el poder sin que el hecho de ser mujer lo obstaculizara”.

El faraón Hatshepsut.

Se inventó un nacimiento prodigioso en el que aseguraba ser la mismísima hija del dios Amón, por tanto estaba predestinada como heredera del título de faraón. El poner patas arriba los fundamentos de la sociedad egipcia lo pagó con el silencio en la historia: se eliminaron sus imágenes tras su muerte, se borró su nombre de la lista de hombres de reyes.

La reina libérrima

¿Qué hay de Cristina de Suecia? Así comienzan sus memorias: “Nací con buena estrella; tenía una voz ronca y fuerte y todo el cuerpo cubierto de vello. Al ver eso, las comadronas creyeron que era un niño. Llenaron el palacio con sus errados gritos de alegría, que durante un tiempo engañaron al mismo rey”, escribió. “El deseo y la esperanza se aliaron para embaucarlos a todos, y las mujeres se hallaron en un gran aprieto al ver que se habían equivocado. Apuradas, no sabían cómo decirle la verdad al rey”.

Sin embargo, al monarca Gustavo Adolfo, aquello le pareció lo más: “Confío en que esta niña me valdrá como un varón. Será astuta, porque se ha burlado de todos nosotros”. La educó como a un muchacho, como al heredero, aunque a su esposa no le hacía gracia aquello. “Cristina achacó el equívoco a haber nacido envuelta en la bolsa amniótica que cubría sus genitales, y algunos historiadores barajan una hipertrofia del clítoris, anomalía que se corrige con el crecimiento”, escribe la experta.

Cristina de Suecia.

Hípica, caza, esgrima, filosofía, geografía, astronomía, matemáticas… todo le interesaba. Era fuerte, ruda, independiente, y rechazó a todos los que le pedían matrimonio porque le daban “repugnancia”. A los seis años murió su padre y la declararon reina electa, pero dijo ante el Parlamento, ya al cumplir la mayoría de edad, que no admitía “la autoridad de un esposo” y nombró heredero a su primo. “Su soltería fue su primer gran acto de rebeldía, pero habría otros”, dice la autora.

Se vistió de hombre, se hizo llamar conde Dohna y se fue a vivir dirección Roma armada con un fusil. Se convirtió al catolicismo pero dio guerra como ninguna: aunque respetaba al Papa Alejandro VII, “era grosera y obscena, silbaba, se arremangaba las faldas para poder sentarse con las piernas abiertas, se negaba a arrodillarse en público para rezar…”. No le perdonaban las críticas, pero ella se sentía libre. La llamaron hermafrodita, híbrida, ambigua sexual. La lió hasta el final: probó con la corona polaca, quiso recuperar la sueca, la denostaron… y acabó aceptando una renta anual del pontífice Clemente IX y se instaló en Roma a los cuarenta y cuatro años.

No fue una feminista, en verdad: creía que las mujeres estaban incapacitadas para gobernar, creía en la ley sálica. Cuentan que tuvo sexo con hombres y con mujeres, pero eso era lo de menos: ella molestaba, sencillamente, siendo auténtica.

Muchas otras rebeldes

La marquesa de Châtelet se disfrazó de hombre para entrar en los debates intelectuales en los que había sido rechazada como hembra. Mary Edwards Walker se vestía de varón para ejercer su profesión de cirujana y vivió siempre insultada -incluso se casó y no aceptó el apellido del marido, toma ya-.

Enrique Faber, al quedarse viuda, se hizo pasar por hombre para poder ser libre y estudió medicina. Otras mujeres firmaron sus obras con nombres varoniles, desde George Sand a George Eliot pasando por J. K. Rowling. Rachilde y Marc de Montifaud -en verdad eran dos francesas del siglo XIX cuyas obras pornográficas desataban escándalo tras escándalo- tampoco eran hombres. Ni lo eran el vizconde Charles de Launay, Daniel Stern, Otto Stern, Fernán Caballero, Víctor Català o James Tiptree Jr.

Calamity Jane.

Las chicas del Oeste que se hicieron pasar por cowboys y cabalgaron libre pero tortuosamente contra aquel entorno hostil -ahí la auténtica Calamity Jane-. O Charley Parkhurst bebiendo como una cosaca y conduciendo diligencias en plena fiebre del oro. Maud West siendo detective, Martha Gellhorn siendo periodista. Hembras entrando en las profesiones prohibidas del fútbol, el judo, el toreo -olé a María Salomé Rodríguez, ‘La Reverte’- o la música. Ellen Craft fue una esclava negra que en el siglo XIX malvivía en el sur de EEUU, y cambió no sólo de género, sino de raza y de clase social. “Gracias a su disfraz de hombre blanco rico alcanzó la libertad”. Ahora seguimos intentando que nos miren igual que a ellos... desde nuestro propio cuerpo. 

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