A veces, un bar no es solo un bar. Casa Carlos, enclavado en la Malagueta, es una cápsula de memoria viva, un nudo de historias entre el salitre del mar y el gazpachuelo. Este local ha sobrevivido a la guerra y a la fiebre turística.
“Este no es un bar al uso, esto es como si te sentaras en la cocina de tu madre”, dice Carmen, nieta del fundador del local. Lo cierto es que la cocina huele a patata pelada a mano, a caldo reposado, a cazuela con más de 4 horas de cocción. “La carta es la misma desde los años 70”, afirma Mariló, la otra parte de la columna de Casa Carlos.
El bar tiene sus raíces en una historia de amor al barrio, nacida en la Guerra Civil. El abuelo de las actuales propietarias dejó su puesto de camarero en el lujoso Hotel Miramar para montar su propio negocio en La Malagueta. “Era amigo personal del arquitecto del hotel. Una persona muy religiosa, monárquica, que cuando vino la República tuvo que buscarse la vida por otro lado”, comenta Marcelino, marido de una de las propietarias.
Comenzaron con una caseta de madera frente al mar dando servicio a los pescadores, según cuentan lo que es hoy el Chiringuito Tropicana. “Lo que siempre se ha hecho ha sido atender a la gente trabajadora porque La Malagueta era un barrio industrial”, recuerdan.
Hoy, con dos plantas cerradas y un espacio reducido, por decisión propia, pero con una historia donde se vislumbran los 89 años de Casa Carlos. “Queremos que el cliente esté cómodo, que se sienta en su casa”, dicen las hermanas.
En Casa Carlos no hay trucos. Su ensaladilla rusa, por ejemplo, ha sido la base de inspiración para cocineros con renombre malagueños que después ganaron premios nacionales. Sus callos, un secreto que muy pocos conocen, y que solo una persona sabe preparar.
Interior de Casa Carlos
“Nos recomendaron para un concurso de callos en 2018. Quedamos los primeros en Andalucía y sextos en toda España, por detrás del Celler de Can Roca”, cuenta entre risas y asombro, pero también con un cansancio que se ve a leguas después de haber luchado durante toda la vida.
Y hay límites: “Yo no vendo comida para llevar a cualquiera que me venga con prisas, no vendo ensaladilla para llevártela a la playa”, dicen con tono firme. “Porque yo no sé lo que tú vas a hacer con ella”. Esa honestidad, algo que muchos confunden con mal genio, es en realidad su mayor virtud.
Casa Carlos es una trinchera familiar. Hoy la regentan dos hermanas, Carmen y Mariló, una en la cocina, la otra en el salón atendiendo a los clientes. Sin más duda que su memoria, su paladar y su cansancio. “Estamos en la última etapa de nuestra vida. Queremos disfrutar. Y estar en la cocina sin que nos estén dando por culo”, dice Mariló sin filtros, y con esa autenticidad que hace tan malagueño al sitio.
Licencias y cartillas de racionamiento de la Guerra Civil de Casa Carlos
“Esta es nuestra casa, cuando no podamos más, se acabará”, dicen sin drama, como quien acepta que algunas cosas deben morir intactas para no corromperse. Por eso, ya han reducido horarios, cerrado algunos salones y limitan algunos días de apertura. “Cerramos sábados y domingos porque el cuerpo no da para más”, dicen.
El día que casa Carlos falte no lo hará con fanfarria ni despedidas públicas. Simplemente un día no abrirá, y Málaga sentirá que algo falta. No será solo un bar el que se apague, sino una forma de estar en el mundo.
Y quizás, dentro de unos años, alguien pase por La Malagueta, huele a fritura o escuche un acento malagueño, y diga: “Aquí había un sitio donde se comía como en la cocina de tu madre”. Y eso será todo. Y eso bastará.