La historia de Casa Mira es la historia de una cadena que no deja nunca de sumar eslabones. Cada una de las argollas que la componen son personas que un día entendieron que el valor de la infancia residía en un cucurucho doble de helado de turrón. O tutifruti. O pistacho. Da igual el sabor, lo importante era que estuviera aderezado con el aprecio de la compañía. 

Primero fueron los abuelos; después, los padres. Hoy, abrumados por el paso de las generaciones, los niños siguen entendiendo que en ese gesto tan simple de acercarse al local de calle Larios 5 está presente el recuerdo de los mayores.

Pero detrás de esta historia que atañe a la memoria, es necesario el trabajo de mucha gente. Entre ellas, como es lógico, de la persona que regente el negocio: Andrés Mira Cremades, cuarta generación de una marca que suma 134 años de historia en el Centro de Málaga. Se dice rápido; sobre todo ante un huracán que década a década, año a año (casi mes a mes) modifica el ecosistema de una de las vías comerciales más importantes de España. 

Es posible que tengan grabada la imagen de Andrés asomado desde el minúsculo local que corona el establecimiento. Desde allí observa el resultado del trabajo que hicieron sus antepasados, prácticamente sin cambios. Hay algo bonito en entender que el helado de turrón que tomaban nuestros abuelos es "exactamente" el mismo que tomamos ahora. 

Para ello es necesario compaginar la faceta de hostelero con la de artesano, que no es otra cosa que la de un obrero que le pone cariño y mimo a lo que hace. Sobre estas cuestiones habla en esta entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga, en la que también charla sobre sus inicios (en una época en la que coger una fregona estaba mal visto), del turismo, y de unos años en los que los tronos procesionaban en otra dirección: "Los he visto ir para arriba, para abajo... Y encima de una escalera de madera que me ponía mi padre cuando yo era niño", afirma. 

El día de la entrevista, 'la cosa' estaba tranquila; esta foto hubiera sido impensable con las enormes colas que se forman. Álvaro Cabrera

No sé si esta descripción se ajustará a la realidad, pero viniendo de una familia de heladeros, ¿sus cumpleaños no eran una especie de cita ineludible dentro de la clase por el interés que despiertan los dulces en los pequeños? 

No necesariamente, aunque es cierto que cuando nos invitaban a algún sitio, mi familia siempre era la encargada de traer helado, algo que sigue ocurriendo a día de hoy. Si me llaman para ir a comer a una casa particular, ya saben que cuentan con las tarrinas y, de un tiempo a esta parte, con los dulces que prepara mi hermano Ignacio. 

Por supuesto, este escenario es extrapolable a los cumpleaños. Fíjese, de aquella época guardo alguna anécdota curiosa. En más de una ocasión que íbamos de excursión con el colegio, el autobús nos dejaba en la parada de la cafetería Solimar, que estaba en la plaza de la Marina. La imagen que tengo grabada es similar a la de una película: se ve a un niño bajar a toda prisa —que era yo—, recorriendo calle Larios a máxima velocidad, y detrás de mí a otros 50 niños persiguiéndome camino a la heladería para ver si les invitaba a algo. La única salida que tenía era meterme dentro del obrador y decir que no estaba.

Me decía un amigo hijo de artistas que la gente piensa que su madre va cantando por el salón y su padre toreando por los pasillos. Visto desde fuera, con su negocio ocurre algo similar: los mortales solo vemos la parte exótica. Casi como un Willy Wonka malagueño.

Totalmente. Dicho de una forma vulgar, mi hermano y yo lo hemos mamado desde pequeños. Nosotros hemos estado trabajando aquí en verano desde que cumplimos los 16 años y hemos visto a mi padre echar aquí más horas que el reloj y volver a casa muy tarde, algo propio de una época en la que los negocios se llevaban de una forma diferente. Es curioso porque, pese a la tradición familiar, nos exigió estudiar una carrera. Si atendemos a nuestra historia, él hizo lo mismo, ya que era abogado. Sin embargo, nunca llegó a ejercer debido a la muerte de mi abuelo y la necesidad de sacar adelante la empresa. 

¿No estudió entonces nada relacionado con la hostelería? 

Yo empecé Derecho, pero en tercero lo dejé y me hice piloto de líneas aéreas comerciales. El problema es que me tocó una época fastidiosa porque en 1990 terminé en Estados Unidos los exámenes prácticos y luego tuve que convalidar en España la teoría, algo que me llevó dos años. Cuando acabó todo, estábamos en plena crisis del Golfo y quebraron una barbaridad de compañías aéreas. Tenía entonces 25 años —era mayor para la profesión— y pocas oportunidades en un mercado escaso de oferta. Estuve haciendo prácticas en distintas empresas y me presenté a varios exámenes, como Iberia, un coto cerradísimo pese a ser pública. 

Superados ya los 30, le dije a mi padre que necesitaba trabajar y fue en ese momento cuando monté una heladería en Tiro Pichón. Lo cierto es que como me fue muy bien decidí abandonar la profesión de piloto.  

Es decir, que usted es la cuarta generación de heladeros casi por casualidad, ya que sus aspiraciones iban por otro lado. 

Exacto. Ni la mía ni la de mi hermano, que es biólogo. Sin embargo, teníamos este recurso que habíamos mamado desde pequeños y que conocíamos; no nos asustaba aunque sabíamos lo sacrificado que era. Cuando inicias un negocio como autónomo, uno hace de todo: el helado, la compra, las recetas, la organización… Y si hay que echar 14 horas, pues se echan. Siempre cuento como anécdota que llegué a poner una cama y una ducha en mi trabajo porque vivía en la otra punta de Málaga, en Pedregalejo. Imagínese cerrar a las 3 de la mañana, como ocurría antiguamente, y tener que estar en pie a las 9 preparando el helado. Al final, la opción más óptima era quedarme allí. 

La técnica del buen heladero. Álvaro Cabrera

¿Se considera más un hostelero-gestor o un artesano?

Desde mi situación actual, gestor. Eso sí, con conocimiento suficiente como para bajar al obrador y decir que las cosas se tienen que hacer así o asá. Mi hermano y yo somos muy mijitas y rigurosos con lo que hacemos. 

Sin embargo, decía antes que no tiene problema en bajar de su oficina (ese minúsculo cuarto al que se accede tras subir por una escalera de caracol) y ponerse a servir helados. 

Para nada. De hecho, me gusta. 

¿Por ese componente romántico? 

Porque me recuerda al lugar en el que empecé, desde abajo. El primer año en el que decidí dar el paso estuve trabajando con mi hermano (había abierto la heladería antes) y le pedí estar a su lado un verano entero aprendiendo cómo era el oficio en profundidad; es decir, la gestión. Lo cierto es que fui un empleado más: abría por la mañana, limpiaba el salón de ventas, lavaba los cacharros… De todo. 

Hasta el punto de que una vez pasó mi padre con el coche y me vio fregando el suelo. Cuando llegué a casa me dijo: “Que sea la última vez que te veo con una fregona en la mano”. Era otra mentalidad, como puede comprobar. 

Toda mi vida he hecho esto: montar, desmontar, fabricar, cobrar, hacer de camarero… Hombre orquesta. No se me olvida la ocasión en la que me abrí la ceja; me golpeé con un toldo debido al estrés y mientras sangraba me puse a servir a los clientes, que eran amigos de confianza. Por mucho que me insistían en que me metiera dentro, no podía dejar de trabajar porque estaba yo solo y en la terraza había más personas. Lo que quiero decir con esto es que estamos hablando de una profesión muy sacrificada en la que no siempre tienes todos los recursos. 

Hablar de Casa Mira es hablar de uno de los negocios más antiguos que sobreviven en el Centro de Málaga. Remontémonos a los orígenes. 

El principio es mi bisabuelo Severino Mira, oriundo de Jijona —como toda la familia, menos mi hermano Nacho y yo—. El caso es que él llega a Málaga para vender turrones en invierno y alquila un portal, justo al lado de la sombrerería Pedro Mira. Con el tiempo empiezan a ir bien las cosas y monta un local en calle Nueva 10. Al ver que había negocio, monta la otra parte, la heladería, que ha sido bautizada con varios nombres a lo largo de las décadas: Horchatería los Valencianos, Heladería Mira Cremades —casualmente como yo me llamo, aunque el segundo apellido viene por un socio que tuvo hasta los años 20—... Esto lo sabemos gracias a la publicidad y a trabajos como el de Fernando Alonso. 

¿Cuándo llegan a calle Larios? 

Hemos pasado por dos locales. El primero de ellos se corresponde con el que actualmente ocupa Etam. En el que ahora nos encontramos se ubicaba el Círculo Mercantil. Estamos hablando de principios de los años 30 cuando se produce el cambio de sede, después de que la dueña del inmueble nos lo pidiera. En plena Guerra Civil, calle Larios sufre los daños de los bombardeos… (saca de un cajón un fajo de fotos antiguas en las que se ven los locales dañados por el fuego). El establecimiento de mi familia lo llegó a expropiar la CNT para convertirlo en sede sindical, pero gracias a un tío abuelo mío, vinculado al Movimiento, pudimos recuperarlo demostrando que pertenecía a mi familia. 

Casi 135 años de historia coronan la historia de Casa Mira. Álvaro Cabrera

Calle Larios y la empresa Mira son casi coetáneas, de finales del siglo XIX. Sin embargo, en los últimos años, su negocio y pocos más son los únicos que sobreviven a esta gran transformación. Hablamos de 10 o 15 años atrás, no más. 

No queda casi ninguno. Aquí, antiguos, antiguos, solo existe la Farmacia Mata, Aurelio Marcos que es algo posterior a nosotros y deje de contar. Seguir en calle Larios es un mérito estando las cosas como están. 

¿Da miedo ver cómo el entorno se diluye? 

Da cierta tristeza. El comercio en Málaga ha evolucionado muchísimo con el papel de las franquicias. Cuando yo era joven, teníamos aquí al lado a Rodolfo Prado, que era una tienda de juguetes y discos; más abajo, en la esquina de Massimo Dutti, Electricidad Rueda; Ruiz Cueto, el Bazar del Fumador, cafetería-lechería El Gallo… Y luego teníamos La Cosmopolita y La Cosmópolis, en los bajos del hotel Larios, antes hotel Niza. También estaba el Banco Central, Liborio García… Y todo ello con tráfico rodado, que llegaba a Strachan, Sancha de Lara o la plaza de las Flores.

El urbanismo tradicional de una ciudad se caracteriza por su estabilidad, pero la calle Larios es una rara avis. Parece difícil encontrar esta vía expedita durante más de cuatro o cinco semanas: exposiciones, carnaval, feria, Semana Santa… ¿Cómo ve esta camaleonización? 

Depende. Cuando se inauguró la calle Larios hubo aquí una exposición de Rodin, con El Pensador presidiendo la entrada, algo de lo que no se acuerda nadie. Creo que es distinto este formado al de los monolitos anunciando el Festival de Cine. Calle Larios es multiusos y es cierto que desde un punto de vista comercial viene bien porque le da vida. 

Hay que reseñar que el periodo de descanso más prolongado puede ser entre la Semana Santa y la feria. El resto del tiempo, no se para. ¡Es una locura! Ahora bien, a mí me fastidia mucho cuando la gente dice: “Cuando bajo al Centro parece que no estoy en mi ciudad”. Hasta hace muy poco, la capital apenas tenía turismo y la gran mayoría de visitantes que entraban por el aeropuerto se dirigían a la Costa del Sol. La capital tenía dos hoteles: Málaga Palacio, Casa Curro y quizá alguno más en calle Alemania, pero de muy baja calidad. Hoy tenemos hoteles de 5 estrellas. Es cierto que está desbordado el tema de los pisos turísticos y hay días en los que no se puede pasar, pero cuando amigos míos se ponen a criticar este auge, siempre les digo lo mismo: “Si por ti fuera, yo ya tendría cerrada la heladería”. 

Sigo defendiendo que mi principal cliente es el malagueño, lo que además me hace una ilusión tremenda. Ese paisano que venía de la mano con su padre y que ahora sigue viniendo solo hace que me emocione. Igual que el chaval de 14 años cuyo grupo de amigos se ha tomado un McFlurry pero que opta por seguir viniendo a Mira. Me produce muchísimo orgullo. 

¿Es asumible un local en el Centro?

Aquí no hay otra forma de sobrevivir que no sea vendiendo a lo bestia. El contrato del alquiler se nos actualizó al poco de fallecer mi padre y teníamos todos los días llamadas de la prensa preguntando cuándo nos íbamos a trasladar porque esa subida hizo que se nos multiplicara por 80 lo que estábamos pagando. Fue entonces cuando decidimos abrir en calle Císter, con el objetivo de seguir presentes en el Centro mientras buscábamos una solución. 

Lo peor de todo tiene pinta de que va a ir a peor: con las franquicias de textil o grandes cadenas de joyería de alta gama, el valor va subiendo. Ojo, que yo lo entiendo, ¡eh! Si fuera el dueño de estos establecimientos, también lo vería. 

Andrés Mira posa en el despacho del local, decorado con latas antiguas. El techo mide 1,80; él, 1,83. Álvaro Cabrera

¿Cómo han conseguido que el turista y el malagueño encuentren en Casa Mira un punto de unión? Especialmente en un momento en el que los establecimientos están pesados, prácticamente en exclusiva, para uno de estos dos perfiles. Y sin posibilidad de convivencia.

Hemos sabido mantener la tradición de los helados; hasta el punto de que la receta del de turrón es la misma que hacía mi padre. Lo único que ha cambiado es la mantecadora, pero el proceso de fabricación de la crema no se ha modificado nada: solo lleva cuatro ingredientes. Lo mismo pasa con la leche merengada, el caramelo… Si ese producto lo mantenemos durante cinco días, empieza a cristalizar y eso no nos interesa nada. Por eso vendemos productos hechos al momento. Creo que esa es la clave. 

¿Le preocupa ver cómo los establecimientos de venta de turrones de quinta gama se han expandido por el Centro? No sé si los considera competencia, intrusismo… 

Al principio, sí. Pero me convencí de que no debía ser así cuando vi que vendían turrón de Feria. Que nadie se ofenda con esta expresión: el turrón de feria es el excedente que sobra de las campañas de Navidad que se revende; y aunque no es de calidad, sí que es un producto típico español. 

Curiosamente montaron Vicens delante de nosotros en Císter, vendiendo de Agramón, pero no me preocupaba teniendo en cuenta cuál es nuestra clientela. Incluso alguna vez que hemos hecho alguna pequeña variación, lo han notado enseguida. Es muy fiel y sabe perfectamente identificar nuestro turrón. No me ha afectado a la venta.

Comentaba fuera de micro que han encontrado la manera de reutilizar los recursos hídricos de la fabricación de helado en un momento de sequía.

Exacto. Tenemos un aljibe debajo del obrador que almacena esa agua y la manda a la mantecadora. De allí, pasa a la enfriadora, de donde vuelve al aljibe fría, que la mantiene a unos 12 grados después de recibirla a 26. Se crea un circuito cerrado en el que no se pierde. 

En campaña electoral, Casa Mira es la meca de los políticos. ¿Suelen pagar? 

Sí. He de decir que no se les invita a que vengan…

Lo hacen porque saben que es un sitio importante para Málaga.

Exacto. Recuerdo una de las anécdotas más fuertes que me han pasado. Estamos hablando del año 2015, más o menos. Pedro Sánchez ya era secretario general del PSOE pero todavía no era un perfil demasiado conocido. El caso es que recibí una llamada de un teléfono diciéndome que Pedro Sánchez quería venir a tomar algo aprovechando su visita a Málaga. Claro, es cierto que yo sigo la actualidad política pero a mí aquello me pilló fuera de juego y lo primero que respondí fue: “¡¿Pedro quién?!”. A lo que me dijeron: “¡Hombre! ¡El próximo presidente del Gobierno”. 

Me pidieron que me quedara porque quería saludarme, pero en aquel momento no le di más importancia. Hasta el punto de que estaba aquí con dos amigos, Lolo y Esperanza, tranquilamente. Sin embargo, esa paz se desvaneció al mediodía cuando entraron de golpe la prensa y los cámaras —¡incluso dentro del salón de ventas, sin pedir permiso!—. Allí apareció él con toda la comitiva, acompañado de María Gámez. Lo saludé, se pidió una horchata y salimos en primera plana. Pero sí, pagan siempre. Incluso no les intento invitar porque creo que puede ser una afronta con ellos. 

La receta del helado de turrón sigue siendo la misma que probaron nuestros abuelos. Álvaro Cabrera

Desde este local, usted ha visto los tronos subir calle Larios y, de un tiempo a esta parte, bajar calle Larios. ¿Con qué escena se queda?

Los he visto incluso subido en una escalera de madera que me ponía mi padre en la puerta del establecimiento, y eso que mi familia no es nada cofrade. 

¿Quién le involucró en el mundo de la Semana Santa? 

Vivía en plaza Uncibay y desde allí veía pasar las procesiones. Al principio, íbamos un año sí y otro no a Jijona en Semana Santa. De hecho, allí salía en la hermandad del Nazareno, en la que nos ordenaban por altura. Sin embargo, mi padre decidió un día quedarse aquí en Málaga y dejar de viajar. Gracias a ello, pude ver de adolescente a la Virgen de la Esperanza y me enamoré de aquello: una magnífica obra de arte en la calle que me atrapó. Con 14 años, de la mano de un amigo íntimo de mi padre, entré en la Archicofradía en 1978. 

Como amante de la música clásica, ¿qué banda sonora le ponemos a Casa Mira? 

Me ha pillado ahí… (lo piensa). Aunque suene raro, pondría el Bolero de Ravel. Es un poco repetitivo, pero va de menos a más y me encanta. Nunca te cansas de oírlo. 

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