La reacción furibunda contra Elon Musk por sugerir que “habría que abolir la Unión Europea” dice menos sobre Musk que sobre nosotros. En Estados Unidos, Europa ya no se percibe como un aliado comercial al que vender, sino como un rival regulatorio que complica la relación estratégica con China. Musk, cercano al poder político estadounidense y partícipe en estructuras oficiales, expresa esa visión sin filtros.
Desde dentro de Europa, su mensaje ha sido rápidamente amplificado por quienes desean una Unión más débil: Rusia, que preferiría avanzar en Ucrania sin frenos, y los nacionalistas como Orban y asociados, que ven en Bruselas un obstáculo para su modelo de poder interno.
Frente a ese eje, la reacción europea ha sido casi visceral, como si alguien hubiera profanado algo sagrado. Y quizá por eso conviene preguntarse: ¿qué Europa estamos defendiendo exactamente? ¿La que fuimos, la que somos, o la que decimos ser?
La Unión Europea nació como un proyecto profundamente pragmático. No una utopía moral, ni una pulsión identitaria, sino una solución técnica a un problema inmenso: cómo reconciliar un continente devastado mediante intereses económicos compartidos. La integración del carbón y el acero no era poesía política; era ingeniería institucional. Y funcionó.
Durante décadas, Europa fue un espacio de libertad económica y apertura, un mercado único que eliminó barreras internas, atrajo inversión, generó competitividad y construyó prosperidad. La estabilidad institucional y el compromiso con la subsidiariedad permitieron que Bruselas actuara solo donde los Estados no podían, no donde quisiera. Ese espíritu abierto, competitivo, integrador, no necesita ser idealizado, pero sí recordado. Porque existió de verdad. ¿Sigue existiendo?
En la última década, la Comisión Europea se ha convertido en una superpotencia regulatoria
Hoy la Europa que se defiende con tanto fervor no es exactamente aquella. Ya no es, ante todo, la Europa del mercado: es la Europa de la regulación y de la centralización normativa. Ya no es una Unión que integra: es una Unión que controla.
Y hay pruebas. En la última década, la Comisión Europea se ha convertido en una superpotencia regulatoria. Ha impulsado el Pacto Verde, la legislación digital más estricta del mundo, la Ley de IA, el Fit for 55, las normas sobre baterías, datos, ciberseguridad, competencia y prácticamente cualquier actividad económica.
Muchas de estas iniciativas responden a desafíos reales, pero el efecto agregado es una mutación de propósito: Europa regula como si fuera fuerte, pero compite como si fuera débil.
Esta transformación tiene un liderazgo reconocible. Formalmente, la Comisión es un órgano colegiado. En la práctica, Ursula von der Leyen ha ejercido un poder presidencializado, centralizando la agenda y ampliando la capacidad ejecutiva de Bruselas durante crisis sucesivas: la pandemia, la guerra de Ucrania, la crisis energética, la carrera tecnológica. Es presidenta de la Comisión, sí, pero no sólo eso. También es la principal arquitecta del rumbo actual.
Mientras tanto, el continente pierde competitividad industrial. La energía cara asfixia a Alemania. Las fábricas se instalan en Francia, pero no en España. La inversión tecnológica se desplaza a Estados Unidos.
Von der Leyen no gobierna sola, pero sí dirige qué agenda gobernará la Comisión
Y Europa responde regulando aún más y sin penalizar el mal comportamiento de los países que no cumplen, como España con el plan de Escrivá sobre las pensiones. Da la impresión de que el proyecto ha pasado de crear prosperidad a gestionar restricciones.
La tercera Europa, como en el cuento de Dickens, es la de las Navidades futuras. Y es la más inquietante porque su sombra ya está aquí. Si uno se despega de las discusiones políticas y mira los indicadores estructurales, Europa aparece como un bloque con dependencia energética crónica, dependencia militar de Estados Unidos, dependencia tecnológica de China y Silicon Valley, envejecimiento acelerado, innovación menguante, deslocalización industrial y una creciente fragmentación política interna que dificulta cualquier estrategia común. Y esto no es alarmismo, es una constatación pragmática.
La pregunta es inevitable: ¿hacia dónde queremos ir?¿Hacia una potencia reguladora que gestiona su propia irrelevancia o hacia una Unión capaz de competir en un mundo que ya no espera a nadie?
En la tertulia de La Brújula de la economía de Onda Cero de esta semana, un compañero argumentaba que la presidenta de la Comisión apenas decide nada, pues son los Estados miembros quienes tienen el poder real. Es una interpretación extendida en los círculos europeístas, pero parcial.
Formalmente, es cierto: la Comisión propone, el Parlamento delibera, los Estados deciden. Pero en la práctica, el poder de agenda de la presidenta es enorme. Von der Leyen no gobierna sola, pero sí dirige qué agenda gobernará la Comisión.
Su gabinete prioriza expedientes, orienta borradores, negocia apoyos y establece el marco regulatorio sobre el que después se mueven los Estados. Decir que “no decide” es confundir la arquitectura teórica con la dinámica real.
Y afirmar que Europa no ha cambiado es una forma de consuelo que evita la discusión de fondo: claro que ha cambiado, y es legítimo preguntarse si el cambio es coherente con el espíritu fundacional. Así que, creo que Europa no necesita protección frente a Musk. Necesita protección frente a su propia complacencia.
Cuando convertimos la Unión en un objeto sagrado al que solo cabe aplaudir, perdemos la capacidad de corregir sus errores. Una Europa fuerte debería admitir críticas. Una Europa débil las teme. Musk no es el peligro. El peligro es que Europa haya dejado de hacerse preguntas incómodas.
Quizá Dickens siga teniendo razón: solo quienes se atreven a mirar de frente a sus fantasmas pueden cambiar su futuro. Si esta es la Europa que hemos decidido construir, entonces asumámoslo sin llantos.
Pero no pretendamos que seguimos siendo la Europa de las Navidades pasadas. Y, desde luego, no nos indignemos cuando alguien lo señala. Porque la respuesta no está en Musk. Está en el espejo.