Hay semanas en las que la estadística se convierte en carne. La muerte violenta de Charlie Kirk en Utah, asesinado a plena luz del día por un veinteañero y el apuñalamiento a sangre fría de Iryna Zarutska, la joven ucraniana, en el metro de Charlotte (EEUU) por un hombre con antecedentes penales, son algunos ejemplos.
No es una epidemia de locura. Es un sistema de incentivos disfuncional. En contra de lo que suele pensarse, el acto de matar no siempre responde a un arrebato, a una pulsión descontrolada o a un entorno marginal. A veces, matar es una decisión fría, calculada. Y lo que resulta más inquietante: económicamente razonable.
El economista Gary Becker, pionero del enfoque Law and Economics, formalizó en los años 60 lo que muchos intuían: incluso el crimen responde a incentivos. Si la probabilidad de ser detenido es baja, el castigo es leve o lejano en el tiempo, y el beneficio es alto, el delito se convierte en una opción racional. Matar puede ser una apuesta de riesgo con retorno positivo esperado.
James Buchanan y la Escuela de la Elección Pública fueron un paso más allá: advirtieron que los actores dentro del sistema político y judicial también responden a incentivos, y que muchas veces no tienen razones para endurecer la ley o aplicarla con firmeza, sobre todo si el coste político o mediático es alto.
En su visión, el Estado no es un ente neutral, sino un campo de intereses. Y cuando esos intereses priorizan el relato o la corrección política por encima del cumplimiento de la norma, la disuasión pierde eficacia real.
Es muy triste pero la realidad es que no vivimos sin delitos porque seamos mejores personas, sino porque sabemos que las consecuencias son costosas
En ese vacío florecen otros actores. A veces el crimen organizado. A veces, justicieros espontáneos. Y hay que recordar que cuando los ciudadanos dejan de creer en la justicia como mecanismo eficaz de protección, se reconfigura su vínculo con el Estado. Lo que se erosiona no es solo la seguridad, sino la idea misma de autoridad legítima.
Es muy triste pero la realidad es que no vivimos sin delitos porque seamos mejores personas, sino porque sabemos que las consecuencias son costosas. Si la posibilidad de ser detenido es baja, si el castigo es débil, si el proceso es lento o si el sistema penal es ineficiente, el asesinato puede convertirse en una opción para quienes están dispuestos a jugar con ventaja en un sistema que no penaliza con claridad. Lo mismo puede aplicarse a otros delitos, sea un robo, sea un golpe de estado.
En nuestra sociedad, la agresión se ha normalizado. No solo en forma de asesinatos, sino en amenazas, acosos y violencia, en general. Se mata poco, pero se violenta mucho, y se teme cada vez menos hacerlo.
El asesino de Charlie Kirk tenía un motivo político: molestaba su conservadurismo dialogante. El apuñalamiento de Iryna Zarutska fue fruto de un impulso aderezado con la ligereza de la pena esperada, como nos muestra la reincidencia del asesino. Pero ¿qué interés persigue la violencia disfrazada de activismo justiciero?
Y aquí estoy entrando en el complicado tema de la matanza de Gaza y, a la vez, de la matanza terrorista del 7 de octubre por el grupo terrorista Hamás. No concibo que nadie en su sano juicio esté a favor de ninguna matanza.
También soy consciente de que unos muertos tienen más valor político que otros. Y reconozco que me produce náuseas solamente escribir esa frase, pero lo cierto es que hay otras matanzas, como las de cristianos a manos de los yihadistas en el Congo, que no interesan tanto porque no tienen tanta utilidad política.
El pasado domingo, grupos afines a Podemos y colectivos autodenominados antifascistas protagonizaron una manifestación que derivó en violencia política. La protesta estaba encabezada por Ione Belarra y por la mismísima Irene Montero, que hace no tanto lloraba acusando de violencia política a sus rivales en el Parlamento.
No solamente cortaron el trayecto de la Vuelta a España en Madrid, como ya había pasado en Cercedilla y en otras regiones, pisoteando el espíritu pacífico del deporte. Además, destrozaron mobiliario urbano, tiraron las vallas y el ataque acabo con veintidós policías heridos y solamente dos detenidos, lo que refuerza la percepción de que había órdenes desde arriba que no permitieron a las Fuerzas de Seguridad actuar adecuadamente.
La percepción de impunidad, más allá de las estadísticas, tiene efectos profundos
Las declaraciones del presidente de España horas antes de los incidentes de Madrid, pero después de los que ya habían tenido lugar en Cercedilla, donde la integridad física de los ciclistas se vio expuesta, expresando “su admiración a un pueblo como el español que se moviliza por causas justas, como la de Palestina” y afirmando que “España hoy brilla como ejemplo y como orgullo” nos llenaron a muchos de estupefacción.
Por supuesto, en la misma alocución afirmó estar en contra de la violencia. Un mensaje bastante incoherente por defender una cosa y la contraria.
Desde la teoría de la Public Choice, esta ambigüedad no es ingenua: es estratégica. La utilidad de esa declaración es múltiple: reafirma al núcleo duro de votantes progresistas, lanza una señal moral internacionalista, y ocupa el espacio narrativo de la causa palestina antes de que lo monopolice la izquierda radical.
Pero también tiene un precio: erosiona la neutralidad institucional, difumina la condena a la violencia, y sobre todo debilita la confianza en el Estado como árbitro imparcial. En lugar de sostener el marco común, se suma al aplauso selectivo, lo que agrava la percepción de impunidad y polariza más el espacio público.
La percepción de impunidad, más allá de las estadísticas, tiene efectos profundos. Cuando los ciudadanos sienten que no hay consecuencias claras y rápidas, la violencia política se vuelve una costumbre y deja de ser un límite infranqueable. Y quien siembra vientos, recoge tempestades.