El pasado martes, participé por primera vez, y espero que por mucho tiempo en La Brújula de la economía de Onda Cero. Al final del programa, Rafa de la Torre nos preguntó, como es habitual, cuál es la “neura” particular de este día. La mía era Puente y los trenes. Pero reconozco que, en realidad, tenía dos neuras. La que no comenté fue el sistema eléctrico español.

España quiere electrificarse. Y en muchos sentidos, ya lo está haciendo. Lidera el despliegue de renovables en Europa, instala megavatios solares y eólicos a velocidad récord, electrifica su parque de vehículos y apuesta por la descarbonización de la calefacción residencial y los procesos industriales.

Desde el Gobierno, la transición energética se ha convertido en una bandera política, casi una obsesión narrativa, sostenida por fondos europeos, objetivos climáticos y anuncios encadenados de liderazgo verde. Pero hay un detalle, uno de esos que parecen técnicos hasta que detienen la economía: la red eléctrica no da más de sí.

Esta semana lo han confirmado los propios operadores: según los mapas de capacidad publicados por las grandes eléctricas a instancias de la CNMC, el 83,4 % de los nudos de conexión de la red de distribución están ya saturados. En términos llanos: no hay espacio suficiente para conectar nuevas viviendas, empresas, cargadores, baterías, ni parques renovables. Y eso pone en cuestión el modelo de crecimiento al que aspiramos.

Durante años, las grandes eléctricas y asociaciones del sector, como AELEC, han advertido sobre la limitada capacidad estructural de la red española para asumir el crecimiento previsto. Las señales no son nuevas.

Fábricas, centros de datos, plantas de hidrógeno o parques fotovoltaicos autorizados no pueden conectarse por falta de capacidad en la red local

Ya en 2023, la CNMC alertó de que muchos nudos, especialmente en zonas rurales con alta penetración renovable como Castilla y León, Aragón o Extremadura, estaban próximos al límite. Lo que le faltaba a estas regiones.

La situación actual confirma aquellas advertencias desoídas en su momento: el sistema de distribución eléctrica no ha sido dimensionado ni actualizado al ritmo que exige la electrificación de la economía. El desfase no es técnico, es estructural.

Las redes tardan entre 10 y 15 años en ampliarse, y requieren planificación, permisos, coordinación entre administraciones. Pero la acción ha sido lenta. Mientras la política anunciaba objetivos climáticos ambiciosos, la infraestructura quedaba atrás, como si la transición pudiera hacerse sin ella.

Cuando la red no puede asumir más conexiones, no se detiene solo el flujo eléctrico: se detiene la actividad económica. En la práctica, eso significa que cientos de proyectos no pueden materializarse por falta de capacidad para conectarse. El impacto se extiende de forma silenciosa pero sistémica. Promotoras inmobiliarias, centros logísticos y supermercados, ayuntamientos se ven seriamente afectados. 

En el plano industrial, la situación es aún más delicada. Más del 49 % de las solicitudes de conexión en 2024 fueron rechazadas, lo que equivale a más de 33.000 MW bloqueados, según datos del sector. Fábricas, centros de datos, plantas de hidrógeno o parques fotovoltaicos autorizados no pueden conectarse por falta de capacidad en la red local.

El Plan Nacional Integrado de energía y Clima prevé 53.000 millones de inversión en redes hasta 2030

En 2024, el 49 % de las solicitudes de acceso a red fueron rechazadas, lo que supone más de 33.000 megavatios que no han podido conectarse. Traducido en términos económicos, eso representa unos 60.000 millones de euros de inversión bloqueada, según estimaciones del sector. Proyectos energéticos, industriales y digitales que no solo se frenan: se deslocalizan.

El problema no afecta solo al presente. También distorsiona la planificación a medio plazo. Hay empresas que quieren instalarse en España, que preguntan por la potencia disponible, y la saturación se convierte en un factor disuasorio. 

A esto se suma una paradoja: mientras otros países europeos aceleran la inversión en redes eléctricas, España podría perder competitividad por falta de incentivos adecuados. El Plan Nacional Integrado de energía y Clima prevé 53.000 millones de inversión en redes hasta 2030, pero el nuevo modelo retributivo propuesto por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) podría desincentivar esa inversión clave, dejándonos con objetivos climáticos que no se sostienen sobre cable alguno.

La nueva metodología retributiva para el periodo 2026–2031 fija la rentabilidad financiera de las distribuidoras en el 6,46 %. Las empresas reclaman al menos un 7,5%, alegando que, con los costes actuales de capital y los requisitos técnicos, esa diferencia no es marginal, sino que puede marcar la línea entre invertir o no hacerlo.

En un contexto donde las inversiones en red son estratégicas, no solo para la transición energética, sino para la competitividad industrial del país, el marco regulatorio debería funcionar como palanca, no como freno. Sin embargo, el sector eléctrico ve con preocupación las señales que llegan desde el regulador.

Nuestro gobierno presume de liderazgo verde, pero nos encontramos ante un cuello de botella eléctrico que, si no se resuelve, será el cuello de botella económico de España. No hay país moderno sin una red que funcione.

Como ciudadana, no puedo sino preguntarme para quién se está haciendo esta transición energética. ¿Para los ciudadanos que no pueden instalar un punto de carga? ¿Para los empresarios que no pueden conectar su fábrica? ¿O para salir en la foto, como país “modélico”, mientras el resto de nuestras políticas exteriores hacen agua?

Cuando la política energética se convierte en escaparatismo climático, lo que está en juego ya no es solo la coherencia técnica. Es la credibilidad de un modelo de país.