Ahora que vuelvo a mi actividad docente, después de casi un año y medio de baja, retomo la preparación de las clases de Historia Económica y vuelvo a leer sobre las causas y consecuencias de uno de los fenómenos más notables de la historia económica, la llamada Revolución Industrial. Y me toca hacerlo cuando salen los datos del PIB.

Así que, leo a académicos como Nicholas Crafts explicar cuáles son, además de las circunstancias históricas particulares, como el comercio colonial, o la estratificación de la sociedad, cuáles son las claves de la industrialización. El progreso tecnológico es una, sin duda, aunque no tuvo un efecto tan inmediato sobre el crecimiento económico, como a menudo nos transmiten, y como apunta el propio nombre de Revolución Industrial. El crecimiento fue moderado pero persistente y el efecto de esa acumulación fue crucial para superar lo que se conoce como “trampa maltusiana”, es decir, la presión de la población sobre los recursos.

El análisis cuantitativo de las fuentes de crecimiento ha permitido entender lo sucedido más allá de los relatos. Conocer y comprender el peso de la variación de la productividad total de los factores, de la calidad de factor trabajo (es decir, del capital humano), de la inversión de capital es fundamental. Pero no hay que olvidar la importancia en la toma de decisiones de los agentes económicos (que somos todos) del funcionamiento de las instituciones y las políticas económicas de Inglaterra en el siglo XIX.

El progreso que ha supuesto la industrialización, una vez adaptada al entorno de cada país, ha sido enorme. No solamente a nivel económico. El aumento de la renta disponible, la aparición de instituciones como el Estado de derecho, y el avance de otras ya existentes, ha permitido que la pobreza se reduzca drásticamente y que la educación se generalice. Es una visión a largo plazo y a posteriori. Pero soy de las personas que está convencida que siempre se pueden sacar jugosas lecciones del pasado.

No puedo evitar mirar con este sesgo las interpretaciones de los datos del PIB que han salido esta semana. Unas interpretaciones se centran en el futuro más inmediato y las estimaciones a corto plazo. Otras miran el largo plazo para entender la evolución de nuestra economía e identificar los puntos negros que hay que mejorar.

El progreso que ha supuesto la industrialización, una vez adaptada al entorno de cada país, ha sido enorme

¿Cuál de los dos análisis es el correcto? Pues depende de lo que te hayas preguntado. Como me decía mi profesor de autoescuela, para conducir tienes que mirar cerca con un ojo y lejos con el otro.

El dato del crecimiento del PIB es bueno. Y hay que alegrarse por ello. Sería peor que fuera malo. De eso no hay duda. Pero, excepto los divulgadores gubernamentales o el equipo que César Calderón llama “de opinión sincronizada”, la mayoría de los analistas económicos reconocen que hay señales preocupantes.

El componente que tira más es el consumo, especialmente el público. El crecimiento de la productividad por hora trabajada es negativa. La productividad total de los factores acumulada entre los años 2000 y 2022 baja un 7,3%. Eso no indica nada positivo, especialmente porque el dato a corto plazo tampoco es bueno, es decir, la tendencia continua.

La inversión tampoco mejora. De acuerdo con la nota de BBVA Research, “las expectativas de recuperación de la inversión no se cumplieron registrando una caída intensa y prácticamente generalizada”. Lo que sí aumenta con alegría es el gasto público. Eso significa más deuda, más impuestos, menos dinero en el bolsillo de los españoles, tanto de hoy como de mañana.

De manera similar, sin andar por las calles proclamando el fin del mundo, hay que decir que los datos laborales positivos están sesgados por los cambios introducidos por el Gobierno. Y no es que yo sea catastrofista, es que tan perjudicial es eso como caer en la pompa de ilusión optimista.

La productividad total de los factores acumulada entre los años 2000 y 2022 baja un 7,3%

Y voy a poner el ejemplo que tenemos más a mano y todos recordamos. La variación porcentual del PIB de Grecia del año 2005 al 2006 fue de 5,7%, y de 2006 a 2007 de 3,3%. Si miramos la variación del PIB per cáspita, entre 2005 y 2006 creció un 9,1% y entre 2006 y 2007 creció un 6,5%. Y en el año 2009 Grecia quebró. Lo que pasó después lo conocemos todos. Una década de restricciones espartanas y de sinsabores para los ciudadanos griegos.

¿Qué lección sacamos? Que hay vida más allá del PIB y que es necesario, como Nicholas Crafts con la industrialización británica, mirar el bosque, no sólo el árbol.
España está desaprovechando de la peor manera posible el empuje de los fondos europeos, que deberían haber sido, como nos prometieron, el empuje necesario para que la economía se recuperase. La precariedad del empleo juvenil, el imposible mercado inmobiliario sobre intervenido, el deterioro permanente de los autónomos, cada vez más desatendidos, el sobre endeudamiento del gobierno con nuestro dinero, que sigue aumentando, y que no tratan de rebajar, no componen un escenario que complemente el buen dato del PIB.

Por otro lado, siguiendo al profesor Crafts, hay que considerar la salud de las instituciones y la oportunidad o no de las políticas económicas. Y ese sí que es un agujero negro que absorbe la energía política y el presupuesto público. El deterioro de las instituciones, las acusaciones a jueces y magistrados, el coste económico de las concesiones políticas, el impacto sobre los ciudadanos del papelón del gobierno ante la amnistía, muestran un desconcierto generalizado y una palmaria falta de coherencia del presidente del gobierno y su corte versallesca.

Y todo eso tiene un precio. No me refiero solamente al coste monetario sino al coste de oportunidad, a lo que no estamos ganando o mejorando debido a la debilidad institucional y a las políticas partidistas (casi personalistas) de Sánchez.

Todos aquellos tan preocupados por el fin de los recursos naturales en el plantea, deberían mirar qué pasa con las fuentes del crecimiento en nuestro país, que menguan cada vez más, podrían considerar por qué se nos convence de que lo mejor es la pobreza normalizada, es decir, el fin de la clase media, que el agotamiento de las fuentes de crecimiento implica.