Si se se produjese en diálogo socrático entre liberales y conservadores, compartirían un diagnóstico: la marcha de las sociedades occidentales no transcurre por el mejor camino, pero no coincidirían en las causas de esa trayectoria ni en las soluciones para revertirla.

Ambos estarían de acuerdo en la importancia, por ejemplo, de la virtud o de las virtudes para preservar una sociedad libre y civilizada, en la necesidad de combatir la marea colectivista de izquierdas pero discreparían de manera sustancial sobre cuál es la forma de conseguir esos objetivos, así como en el papel asignado al individuo, a la comunidad y al Estado para alcanzarlos.

Esa discrepancia permaneció oculta o pasó a un segundo plano durante los años de la Guerra Fría, en la que hubo de facto una alianza entre ambas corrientes ante un enemigo común con ambiciones de dominio planetario, el comunismo soviético. Pero esa coalición ha acabado por desintegrarse una vez desaparecido el peligro global que representaba la URSS.

La marcha de las sociedades occidentales no transcurre por el mejor camino

La derecha alternativa o nueva derecha que, en muchas ocasiones, fue una reacción frente a la falta de reacción de la tradicional ante los desafíos planteados por la corrección política y por las religiones postmodernas es algo muy diferente a lo que fue. Pero, a día de hoy, tanto una como la otra se han alejado de los principios liberales que fueron la esencia de su coalición en el pasado.

La denominada derecha alternativa, en casi todas sus versiones, ha roto con la línea que dominó el pensamiento conservador de la postguerra, el fusionismo, que aspiró a superar la dicotomía entre la libertad y la virtud con el reconocimiento al mismo tiempo de la trascendencia de la vida humana y de la primacía de la libertad individual.

Este tipo de conservadurismo defendía el deber del hombre de buscar la virtud, pero insistía en que ese fin no puede lograrse a menos que sea libre de la coerción estatal. Sólo cabe calificar de virtuosos los actos en los cuales exista la libertad de elección entre el bien y el mal.

El conservatismo fusionante planteaba un modelo de sociedad muy similar al del liberalismo clásico. Abogaba por la limitación del poder del Estado, por el mantenimiento de una economía libre y por la protección de los derechos individuales, matiz crucial contra la potencial coerción del Estado.

Para él, las funciones estatales naturales eran la preservación de la paz y del orden, la administración de justicia, la defensa frente a enemigos exteriores y la creación de una red básica de seguridad.

Sus manifestaciones políticas más representativas, el reaganismo en Estados Unidos y el tacherismo en Gran Bretaña, destilaban un intenso aroma moral y una apelación a los valores tradicionales, pero nunca intentaron imponerlos por la fuerza. Sus héroes intelectuales no eran como los de la derecha alternativa, gentes como Benoist, Figgis, Hazuny, sino Hayek, Buchanan o Friedman.

Quienes proclaman horrorizados la decadencia de Occidente olvidan que hace 40 años las democracias atravesaban una profunda crisis económica

Ese conservadurismo que era básicamente liberal y que alcanzó su máximo apogeo a finales de los años 70 y en la década de los 80 del siglo XX, no tenía una visión nostálgica ni era pesimista respecto al futuro. Su discurso era optimista aunque los tiempos no eran especialmente propicios para esa tarea. La derecha alternativa no es así.

Quienes hoy contemplan y proclaman horrorizados la decadencia de Occidente olvidan que hace 40 años las democracias atravesaban una profunda crisis económica -la estanflación-, la URSS había alcanzado su mayor extensión imperial y numerosos grupos terroristas golpeaban con fiereza a los países occidentales.

Ahora, nada de ese espíritu pervive en la llamada derecha alternativa cuya actitud, con independencia de su carácter aguerrido, es defensiva e incapaz de plantear un proyecto ilusionante de futuro. En sus sectores más imaginativos se produce la paradoja de sacar de contexto a autores liberales con la finalidad de apropiarse de parte de su ideario para dar contenido a su narrativa.

La derecha convencional, curada del sarampión liberal de las dos décadas anteriores al nuevo siglo, ha recaído en un aggiornamento incompresible con un consenso socialdemócrata que se ha resquebrajado ante la realidad y del que se ha alejado, con excepciones, la izquierda que se ha radicalizado en búsqueda de su identidad pérdida y es combatido por la derecha alternativa con manifestaciones variopintas y nativistas.

¿Qué programa real, alternativo a excepción del liberal, puede ofrecer la derecha española? La respuesta es: ninguno.

Los partidos de centro-derecha tradicionales, abandonado el liberalismo, son los únicos defensores, los últimos de Filipinas de un modelo agonizante y se han quedado sin discurso y sin un proyecto de cambio al presente status colectivista.

Con mayor o menor intensidad, España no escapa a esa situación. Frente al colectivismo carnívoro imperante, cuya voracidad es creciente, nadie parece dispuesto a levantar, como la derecha inteligente lo hizo en las últimas dos décadas de la centuria pasada, la bandera de la libertad. Este término prácticamente ha desaparecido del lenguaje político patrio.

¿Qué programa real, alternativo a excepción del liberal, puede ofrecer la derecha española? La respuesta es: ninguno.