Adam Smith, el filósofo escocés del que celebramos el 300 aniversario de su nacimiento este año, explicaba en su obra más reconocida, La Riqueza de las Naciones, que la misión del soberano consistía, en resumidas cuentas, en crear y mantener un marco adecuado en el que los ciudadanos puedan desarrollar su actividad buscando su propio interés. Traducido al siglo XXI, podríamos decir que el Gobierno, que está al servicio del ciudadano, y no al revés, tiene como función esencial mantener un entorno estable y propicio para el desarrollo, no solamente de las personas que le han votado, sino de todos los habitantes del país.

Esta idea tiene varias lecciones, de las que destacaré solamente dos. Primero, que el sentido de la existencia del Gobierno es cumplir esa misión. Si no es capaz, será necesario cambiarlo. Segunda, que el Gobierno, por más que haya sido encumbrado a lomos de un partido político, se debe a los ciudadanos, no al partido, ni al líder.

Más adelante, ya en el siglo XX, Gordon Tullock y James Buchanan, líderes de la Escuela de la Elección Pública, nos mostraban la cara B de la política: los políticos se mueven por intereses creados, como todo bicho viviente. Y eso quiere decir que van a enamorarse del poder, y a hacer lo posible por aferrarse al escaño, o a la presidencia, a costa de lo que sea. En esta situación, vigilar al vigilante es una tarea imposible. Por ello, aparecen los acuerdos, los consensos.

De hecho, su libro de referencia se titula El Cálculo el consenso. Y, desde el punto de vista de estos pensadores, la democracia moderna ha logrado un consenso, no perfecto, pero muy estable, gracias a la figura de la Constitución nacional. La Constitución, además de recoger las líneas rojas, las bases democráticas de cada país, representa el consenso nacional, la norma de normas, en la que unos partidos y otros fijan qué cosas no se pueden hacer bajo ningún concepto. Así sucedió en 1978 en nuestro país.

La lógica de este consenso no es la obvia. Se trata de plantear: “Cuando mi partido político gobierne voy a querer adoptar determinadas medidas políticas y económicas, pero ¿estoy dispuesto a que el partido que hoy es oposición las pueda poner en práctica el día que gane las elecciones? Me gustaría limitar el poder del partido en el Gobierno y atarle las manos en este punto, pero ¿querré que cuando yo gane me aten las manos también en ese punto?” Se llama estrategia política a largo plazo, y es algo de lo que muchos de nuestros políticos carecen.

El Gobierno, por más que haya sido encumbrado a lomos de un partido político, se debe a los ciudadanos, no al partido, ni al líder

Por ejemplo, estamos asistiendo a un intento de normalización de la peor perversión democrática imaginable, que consiste en defender que lo que dice el Parlamento prevalece sobre la Constitución. El entorno de esta afirmación, ahora, es la amnistía para los golpistas catalanes. Pero, durante la pandemia se tomaron medidas anti constitucionales. Y cuando el Tribunal Constitucional sentenció que estaban fuera del orden constitucional, no pasó nada. No hubo rendición de cuentas, ni actos de contrición, ni nada.

Quienes defienden esta idea no imaginan que un día pueden estar al otro lado, en la oposición, y que el partido ganador, no el que obtenga más votos, sino el que recabe más apoyos, puede estar liderado por un tal Adolfo, un señor bajito con un extraño bigote, que puede decidir que determinados sectores de la población son biológicamente inferiores y hay que exterminarlos. ¿Qué le impediría a Adolfo poner en práctica su plan, si con tener el número de votos en el Parlamento, basta? ¿Si no hay freno, ni meta consenso respecto a qué cosas no se pueden hacer en una democracia sana?

Amnistiar, es decir, olvidar y hacer como que no pasó nada, a políticos que traicionaron a los suyos, abofetearon la democracia y trataron de cambiar el orden constitucional de manera violenta, es sentar un precedente muy peligroso. Quienes defienden esta aberración no imaginan que pueda suceder lo mismo desde la extrema derecha porque la censura ideológica les mantiene a salvo.

Y no se dan cuenta de que hoy, en el Congreso, hay diputados que estuvieron mucho más censurados que la ultraderecha, porque tienen las manos manchadas de sangre o porque aplauden a quienes han aterrorizado a un país asesinando indiscriminadamente. Si eso está sucediendo, todo puede pasar.

Y digo que traicionaron a los suyos porque el líder proclamó una república y la suspendió segundos después, huyendo en el maletero de un automóvil y dejando aquí, en la cárcel, a sus compañeros. Los verdaderos independentistas que ahora apoyen a Puigdemont no podrán quejarse, más adelante, de todas las traiciones que les esperan.

Amnistiar, es decir, olvidar y hacer como que no pasó nada

Pero, ¿qué pasa mientras tanto con la economía, que parece que está en el banquillo, en un segundo plano? Lo mismo que con las demás medidas políticas: están en manos de lo que se le ocurra al grupo que recabe más apoyos en el Parlamento.

Mientras Pedro Sánchez, presidente en funciones que, con toda seguridad, va a permanecer en su trono, sea capaz de engañar a la Unión Europea, todo vale. Mientras la Unión Europea, que está de capa caída, siga mirando a otro lado, y acallando las voces de los países cuyo comportamiento económico es más solvente que el nuestro, no habrá problema. El Gobierno de Pedro Sánchez podrá aumentar el gasto, condonar la deuda a Cataluña, ir a por tabaco en el Falcon, colocar a sus amigos y los familiares de sus amigos y lo que haga falta.

Imagino que, después de la amnistía, vendrá el referéndum para el 2027, y la reforma de la Constitución para hacer de su voluntad una regla suprema.

Sin embargo, este panorama, cuyo coste económico vamos a sufrir en nuestros bolsillos enseguida, solamente tiene sentido porque ellos no se ven fuera de la ecuación. Una premisa sorprendente para cualquiera que entienda la economía, la sociedad o la dinámica política como un fenómeno hipercomplejo en el que la emergencia no se puede prever. Cayó la Unión Soviética.

El Reino Unido se fue de la Unión Europea. Grecia quebró. Trump ganó las elecciones. Lo impensable, sucede.

Otra cosa es en qué condiciones van a dejar la ya empobrecida economía del españolito medio.