En tecnología, y es algo que sabemos de sobra, las cosas evolucionan muy rápido, y prácticamente siempre en la misma dirección. Sin embargo, eso no evita que exista un porcentaje muy elevado de la población que reaccione siempre con hostilidad ante todo cambio, en una reacción que estaría mucho más justificada por la irracionalidad animal y por los miedos atávicos que por la racionalidad humana.

La semana pasada estuve un rato en la Feria del Vehículo Eléctrico en la madrileña Plaza de Colón, y pude comprobar precisamente eso: mientras la recorría y veía las alternativas de vehículos, cargadores inteligentes y dispositivos de todo tipo relacionados con el tema, aproveché para meterme dentro de un mini-vehículo eléctrico con acceso desde el frontal, que me recordaba a los míticos Isetta de los ’50. Simplemente, tenía curiosidad por ver si mis más de ciento noventa centímetros de largo podían entrar ahí, y me sorprendió ver cómo de amplio podía percibirse el habitáculo de un vehículo que, desde fuera, parecía tan pequeño.

Mientras lo probaba, apareció un cámara de televisión y una periodista la mar de agradable, que aprovechó para preguntarme sobre los vehículos eléctricos y la creciente electrificación de todo. Al encontrarse con alguien que era cualquier cosa menos tímido ante la cámara y que además manifestaba opiniones muy positivas ante ese fenómeno, se pasó un ratito hablando conmigo.

¿Por qué opiniones positivas? Simplemente, porque no puedo tener otras. Uno por uno y por experiencia propia, he ido desmontando a lo largo de los últimos cuatro años todos y cada uno de los mitos que suenan por todas partes con respecto a los vehículos eléctricos: tienen mejores prestaciones, se conducen de manera más sencilla y agradable, aunque sean aún algo más caros, lo compensan perfectamente con el ahorro en combustible y en mantenimiento, y se puede viajar cómodamente y sin limitaciones con ellos.

Sin embargo, esa realidad comprobada fehacientemente y en carne propia se encuentra todo el tiempo con personas empeñadas en no ver más allá, y que se agarran a todos esos mitos como a clavos ardiendo. Todo el mundo tiene un amigo o un cuñado que algún día, según él, se quedó tirado en un vehículo eléctrico por falta de autonomía, algo que si te ocurre, es porque tu inteligencia es verdaderamente limitada.

Los mitos que suenan por todas partes con respecto a los vehículos eléctricos: tienen mejores prestaciones, se conducen de manera más sencilla y agradable

Todos aseguran que hay que hacer cola para recargar (nunca, ni una sola vez en mi vida) y que además, hay que estar horas haciéndolo (mi recarga más larga en carretera en toda mi vida ha sido de media hora), y que además, las baterías mueren a los pocos años (la mía tiene cuatro años, y mantiene exactamente la misma autonomía que cuando la compré) y tienen averías carísimas (ni una ni media, oiga… debo tener una suerte loca!)

Todos esos mitos son recursos que los cerebros conservadores para negar las evidencias: el vehículo eléctrico es simplemente una tecnología superior además de obviamente menos contaminante —no, no me vengas con la estupidez de que contaminan más, porque me enciendo— y los automóviles de combustión interna serán, en pocos años, una chatarra cara de mantener y alimentar, sucia, con muchísimas piezas que se averían constantemente, y que nadie querrá tener.

Esa mentalidad viene, en realidad, de la imposibilidad de ver más allá. Para el escéptico tecnológico, los análisis no se mueven, son constantes, aunque en su fuero interno saben que la tecnología mejora a una velocidad enorme. Son incapaces de entender que a medida que se producen y venden más vehículos eléctricos, esos mismos vehículos eléctricos se abaratan por efecto de las economías de escala y la competencia, y que los vehículos inicialmente concebidos para ciudad con poco más de cien kilómetros de autonomía alcanzan ahora tranquilamente los cuatrocientos y permiten, como en mi caso, viajar agradablemente de Madrid a La Coruña con una sola parada de menos de media hora para comer algo.

Los automóviles de combustión interna serán, en pocos años, una chatarra cara de mantener y alimentar

Sin embargo, ante estos hechos, los escépticos aducen que no, que es mejor seguir teniendo un motor de combustión que “te asegura no quedarte tirado” (cuando, de nuevo, hay que ser de inteligencia profundamente limitada para que te ocurra), y que el híbrido, el mayor y más irresponsable timo que la industria automovilística ha colocado a sus clientes, es la opción supuestamente razonable. Ya, claro… porque lo lógico es multiplicar la complejidad de la máquina metiéndole dos motores completos, para así tener que someterla a más mantenimiento y multiplicar la rentabilidad para los concesionarios de la compañía.

¿Qué pasó? Finalmente, mi entrevista salió en un informativo… en el que solo metieron un par de frases mías, mientras todas las que rodeaban a mi participación y la propia editorialización de la cadena, que percibe buena parte de sus ingresos publicitarios de compañías tradicionales de automoción, transmitían que “no hay que lanzarse todavía, que eso del vehículo eléctrico no está maduro aún”. Algo no solo falso, sino además, profundamente irresponsable.

No nos confundamos: los vehículos eléctricos, como el resto de tecnologías que nos permiten descarbonizar el mundo, están perfectamente maduros, aunque por supuesto, sigan (y seguirán) mejorando, porque la tecnología no se detiene. Los que realmente no están maduros son los que se empeñan en no ser capaces, en una tecnología tan decisiva en la lucha contra la emergencia climática, de ver más allá.

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.