1.609 científicos de primer nivel encabezados por dos Premios Nóbel, Clauser y Giaver, acaban de firmar un manifiesto, There is no Climate Emergency, negando la existencia de una emergencia climática global y rechazando la hipótesis según la cual el calentamiento global se debe a la acción humana.

La afirmación de la existencia de un consenso entre los profesionales de la ciencia respecto a esa cuestión, fundamento de la mayoría de las medidas planteadas por los Gobiernos para reducir las emisiones de CO2, ha saltado en pedazos. Ello pone en cuestión las políticas diseñadas para combatirlas. La religión climática imperante es rechazada por unos herejes cuyas credenciales académicas son indiscutibles y sus argumentos poderosos.

Los archivos geológicos revelan que el clima de la Tierra ha variado desde siempre con ciclos naturales de calor y de frío. La Pequeña Edad de Hielo acabó en 1850 y a nadie ha de sorprender que ahora se produzca una fase de calentamiento.

Por otra parte, los científicos “heréticos” señalan que el mundo se ha calentado mucho menos de lo predicho por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPCC en sus siglas inglesas, cuya contribución a crear un estado de alarma ha sido decisiva. Ello ha sido y es el resultado de emplear modelos inadecuados que exageran los efectos de los gases con efecto invernadero e ignoran los beneficios de enriquecer la atmósfera con CO2.

Los firmantes del documento comentado sostienen que el CO2 no es contaminante sino un elemento esencial para la preservación de la vida en la Tierra. Es favorable para la naturaleza y ecológico para el Planeta. El CO2 adicional en el aire ha promovido el crecimiento de la biomasa vegetal mundial y ha impactado de manera positiva sobre la agricultura al aumentar el rendimiento de los cultivos. A diferencia de lo sostenido por los profetas del Apocalipsis, tampoco hay evidencia estadística de que el calentamiento planetario esté intensificando los huracanes, las sequías y otros desastres naturales o haciéndoles más frecuentes. Sin embargo, sí hay una amplia evidencia de que las iniciativas desplegadas para recortar las emisiones de CO2 son dañinas y costosas.

Los archivos geológicos revelan que el clima de la Tierra ha variado desde siempre con ciclos naturales de calor y de frío.

Desde esa perspectiva, los 1.609 científicos debeladores del ambiente de pánico creado por los apóstoles del apocalipsis climático acusan a éstos de haber transitado del campo de la discusión científica, basada en la racionalidad, a un debate de carácter cuasi religioso ajeno a la lógica de propia ciencia. Las previsiones de los modelos creados por los profesionales de la ciencia no son producto de la magia. Dependen de las hipótesis, suposiciones, relaciones, parametrizaciones, limitaciones de estabilidad introducidos por los teóricos y programadores en sus ordenadores. Por desgracia, la mayor parte de esos inputs no se explicitan por los paladines de la ciencia climática convencional.

La consecuencia lógica del enfoque ofrecido por estos científicos “políticamente incorrectos”, por cierto, una actitud innata a la esencia de la verdadera ciencia, su constante apertura a la crítica de cualquier hipótesis conduce y así lo declaran a una firme oposición a las “dañinas e irreales políticas de reducción a cero de las emisiones de CO2 en 2050”. Para ellos, el principal objetivo de la política global debe ser la prosperidad para todos proporcionando energía confiable y asequible en todo momento. Este es un mensaje sobre el que habrían de reflexionar los Gobiernos y, en especial, la Comisión Europea.

Sin duda, There is not climate emergency, no es la Biblia pero sus firmantes tienen la suficiente entidad para tener en cuenta dos cosas: primera, no existe consenso científico respecto al cambio climático; segundo, los políticos y los Gobiernos no pueden recurrir a argumentos irrefutables para desplegar programas de transición energética como los que se están ejecutando en Europa y en otros lugares del mundo. Al menos, la duda ha de ser una variable a tener en cuenta y, por tanto, es preciso revisar políticas cuyos costes evidentes a corto-medio plazo, caída del nivel de vida y de la actividad económica, no se compensan por sus beneficios potenciales futuros porque se asientan en una visión errónea de la realidad o, al menos, muy discutible.

Los creyentes en la religión climática constituyen un grupo variopinto. Están quienes desde la izquierda ven en ella un instrumento muy eficaz para destruir el capitalismo y planificar la economía y la sociedad; quienes de verdad creen en el apocalipsis por una ignorancia adobada por un sentimiento moral; quienes han convertido esa religión en un magnífico negocio y, también, los políticos que por convicción o por resignación estiman que esa causa es abrazada por la mayoría de la población y satisfacer esa demanda es imprescindible para ganar las elecciones. Hasta ahora, todos esos colectivos parecían contar con el apoyo de la comunidad científica, con la excepción de una minoría de irredentos y testimoniales “negacionistas”.

El movimiento iniciado por los 1.609 muestra con claridad algo de gran alcance. Por un lado, la inexistencia de homogeneidad en las élites pregonada por gran parte de la nueva derecha; por otro, la capacidad de reacción ante la marea de corrección política que ha invadido las sociedades occidentales a lo largo de los últimos 20 años. La historia no tiene un curso irreversible ni las malas ideas están condenadas a imponerse. Comienza a percibirse en Occidente el cuestionamiento de idearios que hasta ayer parecían tabúes condenados a perpetuarse y esa es muestra de la supervivencia del racionalismo crítico en el mundo occidental.