En su edición de la semana pasada, The Economist llevaba a su portada un titular cuajado de dramatismo y de realismo: Say Goodbye to 1,5º C. En Roman paladino: No se conseguirá evitar que el aumento de la temperatura global no supere esa gradación, objetivo establecido en el Acuerdo de Paris en 2014. Esto no es una sorpresa, sino el reflejo de una estrategia energética diseñada a golpe de ideología y de voluntarismo acompañados ambos por un acusado desprecio de la realidad.

Con independencia de la creencia o no en la realidad de un calentamiento global de origen humano, cuestión asumida a efectos prácticos en este análisis, los anuncios de Apocalipsis neomaltusianos han sido una constante histórica y han proliferado en el último medio siglo.

En los 70, un buen número de reputados científicos sostuvo la inevitable llegada de una nueva Edad de Hielo en el siglo XXI. En esa misma década, Ehrlich en su célebre libro The Population Boom pronosticaba un crash humanitario y medioambiental inminente ante el agotamiento de los recursos producido por la "superpoblación" y el insaciable consumismo capitalista, mientras el Club de Roma proclamaba de manera triunfal los límites al crecimiento.

Para salvar al mundo y al ser humano de la destrucción era imprescindible crecer menos o decrecer y reducir la población. Ninguna de esas catastróficas profecías se materializó. Ahora, el cambio climático y sus potenciales desastrosas consecuencias son el nuevo mantra y para librar la batalla contra él se proponen las mismas medidas.

De entrada, la idea de abandonar de modo acelerado el uso de los combustibles fósiles para sustituirlos por fuentes de energía, como la solar o el viento, que son intermitentes y no almacenables era y es un disparate.

Por otra parte, obviar que esas tecnologías renovables necesitan para ser fabricadas inputs tan poco renovables como los denominados minerales raros cuyo proceso de extracción y refino se caracteriza por una alta emisión de CO2 ha sido y es otro gravísimo error, ocultado u obviado por los paladines de la planificación energética.

Al mismo tiempo, la incomprensible e irracional apuesta en exclusiva por energías eólicas, solares u otras alternativas renovables en fase embrionaria o experimental  desincentiva la investigación y el desarrollo de otras fórmulas tecnológicas capaces de contribuir a la descarbonización de la economía.

"Es ridículo e ineficiente cerrar las puertas a soluciones que pueden surgir de la mente humana"

Es ridículo e ineficiente cerrar las puertas a soluciones que pueden surgir de la mente humana, de su capacidad de innovar y de responder a los desafíos planteados por el cambio climático y, en especial, cuando éste se considera una grave amenaza para la supervivencia del planeta y de una porción sustancial de sus pobladores. Este punto esencial ha sido ignorado de manera sistemática e incomprensible por los gurús de la estrategia de transición energética diseñada a escala global.

De igual modo, es una temeridad establecer objetivos y métodos concretos con pretensión de validez universal para descarbonizar haciendo abstracción de la mix de generación existente en cada estado, de sus capacidades tecnológicas o de su estructura económica, por ejemplo.

Tampoco la situación, los recursos y las necesidades de los países desarrollados es idéntica o similar a la existente en los emergentes o en los pobres. Desde esta perspectiva, la aplicación de recetas uniformes es ineficiente, costosa y con efectos sociales y económicos muy distintos en unos lugares y en otros. Este planteamiento elemental ha sido también despreciado de forma permanente.  

"Es temeraria la pretensión de abandonar los combustibles fósiles a marchas forzadas"

En ese mismo marco de análisis, es temeraria la pretensión de abandonar los combustibles fósiles a marchas forzadas cuando el 80,9% del consumo de energía primaria mundial y el 74,2% de la europea  proceden de ellos. Es decir, cuando son la fuente básica no sólo para producir electricidad, por ejemplo, sino para transportar personas y mercancías, para hacer funcionar las máquinas o para ser empleados como un input básico en la fabricación de millones de bienes consumidos por los ciudadanos en su vida cotidiana. Ante este panorama, el sentido común y la responsabilidad aconsejaban y aconsejan  ser prudentes, virtud poco practicada en este campo hasta la fecha.

Si se acepta la hipótesis de un calentamiento global generado por la acción humana, la cuestión es cómo se aborda esa cuestión y la evidencia histórica muestra la capacidad de respuesta del individuo a todos los desafíos que hasta la fecha se han planteado a su supervivencia.

Este tiempo no es, ni tiene porqué ser diferente y, por eso, sin  restar la importancia debida a los peligros derivados del cambio climático, es imprescindible recurrir a la racionalidad y plantearse con humildad metas realistas y asumibles en la estrategia para reducir las emisiones globales de CO2.

Ello supone, entre otras cosas, dejar abierto el camino al espíritu inventor e innovador del ser humano. ¿Por qué prohibir los motores de combustión en 2035 despreciando la potencial emergencia de innovaciones tecnológicas que los conviertan en Cero emisores de CO2?

"¿Cómo pueden saber los políticos cuáles serán las tecnologías del futuro?"

De hecho, los nuevos vehículos se acercan cada vez más a ese objetivo. ¿Quién puede a priori descartar esa u otras posibilidades? ¿Cómo pueden saber los políticos cuáles serán las tecnologías del futuro?

En ese contexto, iniciativas como la prohibición descrita consiguen resultados distintos a los esperados. La condena a muerte de los coches de gasóleo o gasolina en 13 años se traducirá no solo en una pérdida de riqueza y empleo para la industria del automóvil y los sectores ligados a ella, hecho gravísimo para la economía española, sino en una disminución de la renovación del parque automovilístico y, por tanto, en un incremento de las emisiones de CO2.

Esas elementales cautelas no parecen guiar el comportamiento de los gobiernos de algunos Estados y de numerosos organismos supranacionales como la Comisión Europea cuya fatal arrogancia se traduce en mantener una política enfrentada, esta vez si, a las restricciones de la realidad.

Si Europa se empeña en sostener su actual estrategia de transición energética -y así lo parece-, se va a convertir en un páramo económico con efectos letales para el nivel de vida de los europeos.