El 7 de febrero de 1992, hace 30 años, se firmaba el Tratado de la Unión Europea, más conocido como Tratado de Maastricht. No fue fácil. El 1 de noviembre del año siguiente entró en vigor. Y se dio un periodo de tiempo razonable para que los países firmantes se amoldaran a las nuevas normas y límites impuestos por el Tratado. Se constituía la Unión Europea, frente a la Comunidad Económica Europea. Se definía la ciudadanía europea. Se coordinaban las políticas sociales, como la protección frente a la inmigración ilegal (que no, no se acaba de inventar) o consolidar y fortalecer la democracia y el Estado de derecho en los países miembros. No fue una creación ex novo, sino que partía de tres tratados anteriores. Tampoco fue definitivo: fue actualizado en Amsterdam, Niza y Lisboa. Es normal, en estos 30 años, los abajo firmantes han pasado de 12 a más el doble.

La música del Tratado sonaba muy bien, todo era paz, concordia y, sobre todo, armonía. Armonía en las políticas de todo tipo: económica, social, política. Y, entre todas las propuestas destaca la unificación monetaria. El Tratado fijaba la senda del euro en tres etapas que culminaría el 1 de enero de 1999.

Sin embargo, la crisis del 2008 puso encima de la mesa qué pasaba con el Tratado. Los analistas internacionales se planteaban si los problemas en la Eurozona eran un efecto secundario de la crisis global o se remontaban al Tratado de Maastricht. Por aquel entonces se proponía reconsiderar la deuda dentro de la Eurozona, diversificar el balance de los bancos para no estar tan cargados de deuda soberana de los países miembros, y relajar un puntito la soberanía nacional, en aras de la estabilidad monetaria y económica.

Pero mucho antes, tan pronto como octubre del 1994, el presidente del Bundesbank (el banco central alemán), Hans Tietmeyer, se ponía muy serio cuando afirmaba que lo relevante no era si se daba de plazo a los países firmantes hasta 1997 o hasta 1999 para ajustar sus economías. Lo relevante era que se cumplieran los requisitos mínimos.

"Los criterios no deben, de ningún modo, suavizarse. Si las fechas no concuerdan con la realidad, la Unión Monetaria no podrá crearse hasta más tarde". Una postura muy prudente que expresaba la necesidad de no apresurarse y hacer las cosas bien. "Es decisivo que sólo ingresen los países que cumplen todos los criterios", sentenciaba. Una frase contundente que quedó en nada. Porque entre el año 2000 y el 2010, según los datos de Eurostat, los países del euro incumplieron los límites de déficit público (3% del PIB) y de la deuda pública (60% del PIB) en 137 ocasiones. Y Alemania lo hacía en 14 ocasiones. Tietmeyer tenía que haber sido menos asertivo.

El principal error fue el buenismo en el diseño institucional

El principal error fue el buenismo en el diseño institucional. Sobre el papel, todo bien. El modelo aseguraba que una caída de un 1% del PIB deterioraría el equilibrio fiscal un 0,5% del PIB, aproximadamente, gracias a los estabilizadores automáticos. Si el punto de partida era el equilibrio fiscal, entonces un gobierno podría hacer frente a una caída del PIB de hasta un 6% sin traspasar la línea roja del 3% de déficit que imponía el Tratado. Además, si los estabilizadores automáticos se quedaban cortos, los diferentes gobiernos podrían aplicar políticas fiscales expansivas discrecionales.

La realidad fue el despilfarro fiscal en Grecia y la crisis de la deuda soberana en los países del sur de Europa, demostrando que el Pacto de Estabilidad no servía. Las dificultades de la crisis del 2008 fueron un jarro de agua fría que dio la razón a los más escépticos. Fue entonces cuando los reputados económetras, amantes de los modelos, muchas veces de espaldas al sentido común, empezaron a corear el "no se podía saber". Aún siguen.

La integración financiera no fue suficiente para asegurar la estabilidad macroeconómica y la convergencia.

El buenismo al que me refiero es, obviamente, confiar en que los gobiernos cumplirían su compromiso, poniendo el significado de la palabra, el valor de la firma estampada en el documento, por delante de los intereses políticos nacionales. No es solamente la supremacía de la soberanía nacional frente a las directivas europeas, se trata de firmar un papel que se sabe que no se va a cumplir, un papel mojado desde su nacimiento.

Por supuesto, los requisitos fiscales del Tratado de Maastricht quedaron en suspenso en el 2020 cuando se permitió superar el límite del 3% de déficit ante la pandemia. Desde el Banco Central Europeo se mira con desconfianza a muchos gobiernos que están aprovechando esta circunstancia para hacer el caldo gordo y aumentando el gasto por motivos electoralistas. No se sabe si de verdad se volverá a intentar poner límites al déficit y a la deuda pública, o cuándo.

¿Qué lección podemos aprender? Desde mi punto de vista, creo que habría que reconsiderar la totalidad. Por ejemplo, volver la vista a qué otras cuestiones no funcionan en Maastricht, además de las fiscales y ajustar el Tratado a la realidad de la Unión Europea, ahora que sabemos lo poco confiables que son los gobiernos, la fragilidad de la palabra de los políticos, la permanente incertidumbre en la que vivimos y la heterogeneidad de los miembros.

La Unión Europea está perdiendo su sentido, si alguna vez lo tuvo. ¿Qué queremos para los próximos 30 años? ¿Vamos a elaborar nuevos modelos irreales basados en gobiernos de ángeles, en democracias maduras y serias? ¿Se puede hacer eso con tantos países tan dispares? Presionados por las dificultades económicas sobrevenidas, y lo que nos queda por recuperar, no parece que las autoridades europeas se vayan a plantear estos temas. Menos aún se puede esperar que los políticos de los países miembros, que están pendientes de recibir los fondos europeos, vayan a abrir este melón. Una oportunidad perdida que va a salpicar nuestro futuro.