La presidenta de la Comunidad de Madrid ha sufrido duras críticas por afirmar que la izquierda "crea ciudadanos de primera y de segunda. De segunda, los mantenidos subvencionados que ellos crean como las colas del hambre para que la gente dependa de ellos".

Quizá la expresión no sea afortunada y el momento inoportuno, pero pone de relieve un hecho real: los programas asistenciales promovidos por aquella alimentan una cultura de dependencia y generan incentivos para convertir las ayudas sociales en una forma de vida. Esto no ha de causar sorpresa ni escándalo alguno porque es una tesis respaldada por una extensa literatura y por la evidencia empírica.

En una sociedad civilizada, ninguna persona ha de carecer del acceso a una serie de servicios básicos –educación, sanidad, pensión etc; también ha de gozar de protección ante la emergencia de shocks sobrevenidos ajenos a su voluntad, el desempleo, y, por supuesto, ha de ser socorrida si se ve sometida a episodios extremos que ponen en riesgo su subsistencia. Alcanzar esos fines goza de un amplio consenso en cualquier país avanzado y decente. La discusión estriba en cuáles con los medios adecuados para lograr esos objetivos.

Los programas asistenciales promovidos por la izquierda generan incentivos para convertir las ayudas sociales en una forma de vida

De entrada es vital que los programas asistenciales se diseñen de tal que no se conviertan en un modus vivendi. Esto no es baladí. Si las ayudas son elevadas, no son temporales, no están condicionados a la búsqueda activa de empleo y no corren peligro de perderse si no se hace eso, tienden a generar una subclase marginal y marginada que termina por dejar fuera de la fábrica social a quienes se pretende beneficiar. Este efecto no deseado tiene un sólido soporte en la teórica económica.

Cuánto más generosas sean las prestaciones públicas y más tiempo dure su percepción, menos incentivos tienen sus beneficiarios para incorporarse al mercado laboral y menor es el número de horas trabajadas. Este comportamiento es indeseable pero tiene una enorme racionalidad.

La rentabilidad de recibir subsidios y completarlos con ingresos procedentes de la economía sumergida puede ser mayor que la obtenida de desempeñar una actividad laboral normal. Además, la combinación de esas dos fuentes de renta tiene un atractivo adicional: no se pagan impuestos.

Por eso, las políticas de ingresos mínimos han tenido un éxito relativo a la hora de reducir la pobreza y/o mejorar la situación de las personas vulnerables en casi todos los estados donde se han implantado. En la UE, de acuerdo con los datos disponibles, sólo el 10% de las personas acogidas a esos programas lograr salir de las situaciones descritas.

La suerte de esos colectivos no se altera con el uso de políticas activas de empleo orientadas a mejorar su formación. En la práctica, éstas sólo ayudan de modo efectivo a quienes tenían una mayor empleabilidad previa.

Cuánto más generosas sean las prestaciones públicas y más tiempo dure su percepción, menos incentivos tienen sus beneficiarios para incorporarse al mercado laboral

El escenario español no es diferente. En su informe de 2019 sobre Los Programas de Rentas Mínimas en España, la Autoridad Fiscal Independiente (AIReF) señaló que el 59,6% de los trabajadores sociales encuestados considera que aquellos desincentivan la búsqueda de trabajo y que el 48% de los individuos acogidos a los subsidios tienen un alto grado de dependencia de ellos.

Estas conclusiones anteceden a la introducción del Ingreso Mínimo Vital que, por cierto, no sustituye a los sistemas asistenciales ya presentes en las autonomía ni a los existentes a escala nacional antes de su entrada en vigor. En consecuencia se ha fortalecido un modelo que encierra cada vez más a sus destinatarios en la trampa de la beneficencia pública.

Para terminar, el modelo de protección social vigente en España es muy ineficaz e ineficiente. Conforme a las estadísticas de Eurostat, el riesgo de pobreza o de exclusión social patrio se encuentra algo por encima de la media europea, 2 puntos, antes de transferencias sociales; después de éstas, supera el promedio de la UE en 4 puntos. Esto no tiene nada que ver con el volumen de gasto social español, ya que el de Irlanda o los Países Bajos es inferior pero sus resultados son mucho mejores.

España está construyendo o, mejor, profundizando en el desarrollo de un esquema de asistencia social regresivo en tanto no contribuye a crear las condiciones para que las capas menos favorecidas sean capaces de valerse por sí mismas y prosperen, sino para que su vida dependa cada vez más de 'Papá Estado'.