En busca de seguridad, los pensadores, filósofos y líderes de masas se han pasado la historia cambiando los problemas de sitio. Ya Santo Tomás de Aquino lo hizo con el “motor inmóvil” sin reparar en que lo mismo da creer en Dios que en un motor inmóvil. ¿Y quién creó al motor inmóvil?

Lo mismo sucede con las Leyes del mercado y la tesis de Adam Smith de “la mano invisible” pues, de vez en cuando, los mercados se vuelven caóticos y muestran un exceso de producción que hay que destruir, con lo que su supuesta tendencia al equilibrio queda desacreditada, lo que permite que Carlos Marx les haga una crítica despiadada y que muchos vean el remedio en la planificación, como sucedió en los países del que se llamó “socialismo real”. Pero, ¡ay!, las que allí dejaron de ser crisis de sobreproducción, se convirtieron en crisis de infraproducción, a pesar de que los instrumentos para la planificación eran la clave de bóveda del sistema. El problema solo había cambiado de sitio.

Y es que a pocos se les había ocurrido que la planificación no era una varita mágica. Que, con independencia de que el instrumento parezca adecuado o no, hay buenos y malos planificadores, y que, además, los buenos también pueden equivocarse de vez en cuando, a la manera en que el mejor escribano echa un borrón o que el mejor empresario colecciona un fracaso.

Entre los mitos de la falsa seguridad que han ido cayendo en los últimos 20 años hay dos muy sonados: el de la teoría económica y el de los bancos centrales. La primera ya es, en el mejor de los casos, reconocida como puro sentido común afinado y los segundos como gente con poder que se ha quedado sin el discurso que les daba la respetabilidad. Ahora esa respetabilidad ya solo se la garantiza la potencia de fuego de que disponen. Algo así como cuando el Cardenal Cisneros les dijo a los nobles levantiscos, mostrándoles los cañones de que disponía: estos son mis poderes.

Nunca nada fue seguro. Se lo enseñan a los niños en Japón muy pronto, en el silabario hiragana, con un poema en el que cada sílaba aparece una sola vez: “en nuestro mundo nada es eterno/ el transitorio y espeso bosque ayer atravesé…”.

Los bancos centrales han reconocido de manera oblicua que ya solo disponen de una brújula: 'la de la cuenta la vieja'. Tanto en la reunión anual que celebran los de todo el mundo en Jackson Hole a finales de agosto, como en las ruedas de prensa más recientes, lo mismo Christine Lagarde (presidenta del BCE) que Jerome Powell (Reserva Federal) marean la perdiz para no decir a las claras lo perdidos que están y lo poco que saben de cuáles son y cómo deben establecer sus objetivos de política monetaria. Para ello vuelven tarumba a los periodistas y a los “kremlinólogos” de bancos centrales con argumentaciones sobre por qué ya no están preocupados por si se supera una inflación del 2% en los años futuros dado que el IPC ha estado muy bajo en los últimos años. O insisten en decir que harán todo lo que haga falta para que las economías no se hundan.

Incluso, en un alarde de sinceridad, Jerome Powell dijo hace poco en el Congreso de EEUU que ya han utilizado todos los instrumentos que se les ocurre que pueden ayudar a la recuperación económica y que el resto está en manos del gobierno USA y sus políticas fiscales.

Lo curioso es que, a pesar de todo, no renuncian a la jerigonza de sus “servicios de estudios” que, asombrosamente, aún son respetados, pero, en la práctica, su mensaje ya es éste: hacemos lo que podemos, y aplicamos 'la cuenta la vieja'. Si la economía y los mercados se hunden, inyectamos liquidez y bajamos los tipos de interés y, si se recuperan, hacemos poco a poco, y sin que se note mucho, lo contrario.

Solo faltaría que añadieran: y damos las gracias a nuestros operadores y a los del sector privado que son los que saben cómo hacer para que la política monetaria se pueda transmitir adecuadamente. Es decir, damos las gracias a los que hacen o median en las compraventas (los mercaderes) como se hacía ya en las ferias de Troyes, Lyon o Medina del Campo. ¡Para eso hemos quedado!

El mundo le debe estar agradecido a los bancos centrales por esta actitud pragmática, lejos ya de los dogmas fallidos que les hacía parecer estantiguas altivas en otros tiempos. ¡Resultó que eran humanos! Y a partir de ahora, habrá que aprender a respetarles un poco menos; a quererles un poco más, y a pedirles que no vengan con sus monsergas de arreglar el mundo cada vez que emiten “alta doctrina” del tipo de la que le pone los pelos de punta a los sindicalistas. ¡Ah! Y que apliquen el “médico, cúrate a ti mismo” del evangelio, cuando recomiendan contención salarial.

Gracias a esa actitud pragmática de los bancos centrales podemos congratularnos de que la economía mundial haya evitado el caos producido por la pandemia y, aunque todo esté prendido con alfileres, las tres economías mayores del planeta se estén desenvolviendo bien, como las de EEUU y China, o relativamente bien, como la de la Eurozona, si bien en ésta última el sector servicios flojea de manera alarmante: el PMI provisional de servicios del mes de septiembre ya está por debajo de 50 (más exactamente en 47,6; en agosto era de 50,5), que es el límite que separa la expansión de la contracción, según esta encuesta que se hace entre los gerentes de compras de las empresas. Y esto no solo porque el turismo en España o Italia haya ido fatal este verano sino porque también ha flojeado el sector servicios en Alemania y Francia.

El caso es que todas las economías están perdiendo algo de fuelle, con algunas, como la de Japón, que no acaban de arrancar con fuerza. Menos mal que el comercio mundial, según los últimos datos publicados el viernes, mantuvo la compostura en julio (ya solo estaba un 6,6% más bajo que en julio de 2019) y que, a juzgar por cómo fue en las principales economías que ya han publicado datos de comercio exterior (o en las que, como Singapur sirven de indicador adelantado) debería haber ido también bien en agosto.

A partir de ahora se abre la incógnita de si la economía mundial no volverá a caer en una recesión, como le pasó a la de EEUU en 1920-1921, tras la epidemia de gripe, cuando volvió a contraerse tras los ocho meses de expansión posteriores a la pandemia.

La parálisis que aqueja en este momento a la Administración norteamericana por causa de la competición electoral cercana, que hace que demócratas y republicanos no se pongan de acuerdo sobre el nuevo estímulo fiscal allí, amenaza con precipitar esa nueva recesión, y más si se tiene en cuenta que esa parálisis puede continuar durante meses, si el resultado electoral se torna disputado y termina en los tribunales. Si a eso se añaden los nuevos contagios incontenidos de la Covid-19, la probabilidad de que se repita ese patrón recesivo va incrementándose paulatinamente.

Para complicar aún más las cosas, hay que tener presente la amenaza de suspensión del pago de su deuda por el principal promotor inmobiliario chino (China Evergrande, con deudas de 120.000 millones de dólares) algo que, si las autoridades financieras de allí no supieran atajar a tiempo, podría poner en jaque a todo su enorme sistema financiero. Y al de los demás.

Esta es la situación actual. La recuperación, que se inició en V, ahora depende de que las economías de los EEUU y China consigan mantener su vigor, ya que la de la zona euro no parece que vaya a poder seguirles el paso. En esta pandemia, como en tantas ocasiones, se lucha contra un enemigo desconocido, sobre cuyo comportamiento se sigue sabiendo bastante poco, y así, los argumentos sobre causas y responsabilidades van cambiando según pasan los meses y según los altibajos de la propagación y la propaganda afecta más a unos países que a otros. Y nadie entiende casi nada. Pero, sobre todo, se lucha en unas condiciones inesperadas, como le sucedió al Comodoro Oliver Hazard Perry (1785-1819) cuando se lamentaba: "Nos hemos topado con el enemigo y resultó que éramos nosotros mismos". Y todos buscando la seguridad sin hacer más que cambiar el problema de sitio.