El debate sobre la conveniencia-necesidad de extender la vigencia de los ERTE en todos los sectores de la economía o limitarlos a los más castigados por la crisis era inevitable. El mecanismo diseñado por el Gobierno para evitar una masiva destrucción de empleo ante el shock de oferta y de demanda inducido por el Covid-19 se ha convertido de facto en una trampa para las empresas que se acogieron a él. Era evidente que la crisis económica no iba a terminar en seis meses y, por tanto, que la mayoría de las compañías, en especial las pymes, no tendrían capacidad de absorber a toda la fuerza laboral acogida a los ERTE ante la severa y persistente contracción de sus ingresos.

Esta situación era obvia, lo que hace incomprensible el consenso casi unánime sobre la bondad de esa figura y el empeño en mantenerla.

Para el Gobierno, los ERTE han sido un instrumento muy útil para camuflar el aumento del desempleo causado por la crisis y, también, para derogar la posibilidad de aplicar despidos por causas objetivas. Al mismo tiempo, la concesión a las empresas de beneficios (no hacer frente a los salarios de sus trabajadores y la disminución de sus cuotas a la Seguridad social) resultaron atractivas para éstas, que olvidaron o minusvaloraron la obligacion de no poder despedir trabajadores en los seis meses posteriores a su reincorporación, salvo devolviendo las ayudas recibidas. Tuvieron en cuenta el ahorro de costes a muy corto plazo de los ERTE sin tener en cuenta en los que incurrirían si la economía no se recuperaba con rapidez.

Con un escenario de una caída brutal del PIB en 2020 y con una débil e hipotética recuperación en 2021, el grueso de las compañías españolas van a tener que efectuar despidos de buena parte de la mano de obra que tienen y no podrán incorporar a un segmento significativo de los trabajadores en régimen ERTE.

Esto se traducirá en un incremento significativo de la necesidad de realizar expedientes de regulación de empleo (ERE), que serán mucho más onerosos, a priori, porque para implementarlos deberán hacer frente no sólo a los costes de los ERE sino a la devolución de las ayudas recibidas del gobierno cuando decidieron optar por hacer ERTE. 

El panorama es estremecedor. Desde los inicios de la pandemia han desaparecido en España alrededor de 133.000 empresas y muchos concursos de acreedores se han postergado por la modificación normativa que permitía aplazarlos hasta el comienzo de 2021. A modo ilustrativo cabe señalar que en el anterior periodo recesivo se volatilizaron unas 300 mil pymes.

Por otra parte, la evolución de la coyuntura económica y la experiencia de la Gran Recesión hacen prever un crecimiento significativo de bancarrotas empresariales en los próximos trimestres. En este contexto, un encarecimiento de los despidos causado por la combinación de los factores antes apuntados supondrá la ruina para muchas empresas que han logrado sobrevivir hasta ahora y, por tanto, un aumento significativo del paro.

En un escenario recesivo y con un horizonte económico poco alentador en el próximo bienio es un error cualquier intento de mantener el empleo de modo artificial y es una estrategia condenada al fracaso. Los ERTE y la prohibición de resolver la relación laboral por causas objetivas han lastrado la capacidad de las empresas de ajustarse y reestructurase ante la crisis. Esto ha aplazado de manera innecesaria y en nombre de una falsa la solidaridad un proceso que era necesario e inexorable, la destrucción de puestos de trabajo en un entorno recesivo, lo que ha generado un volumen relevante de empresas y empleos zombies y, al mismo tiempo, ha comprometido y compromete la supervivencia de los/las que eran viables.

Si el aforismo “el Infierno está lleno de buenas intenciones” es cierto y suele serlo, el resultado de los ERTE será una escalada del desempleo real superior a la que se hubiese producido sin ellos por tres razones fundamentales: primera, porque las compañías con recursos suficientes recortarán plantillas para sobrevivir; segunda, porque otras muchas quebrarán, y tercera, porque la emergencia de nuevas iniciativas empresariales en el horizonte del medio plazo es una utopía.

La angustia de los pequeños y medianos empresarios ante la situación que les crea la extinción de los ERTE o su restricción a casos específicos es lógica. Sin embargo, la prolongación de la respiración asistida por tiempo indefinido no soluciona nada. Al contrario sólo sirve para detraer recursos para destinarlos a sostener lo insostenible.

Aquí y ahora, lo racional no es enterrar dinero en ERTE sino flexibilizar, abaratar los procesos de reestructuración empresarial y reducir los costes fiscales y sociales que recaen sobre las compañías. Este es el camino correcto y, desde luego, es intransitable para este Gobierno.