El pasado 19 de mayo se publicaba el último éxito del economista Daniel Lacalle, Libertad o igualdad (Deusto). En el primer capítulo, Lacalle cita a uno de mis pensadores favoritos, Friedrich Hayek: "Hay una diferencia entre tratar a las personas de manera igualitaria y tratar de hacer que sean iguales. Lo primero es la condición para una sociedad libre, mientras que lo segundo implica una nueva forma de servidumbre".

Se trata de un libro escrito para que todas las personas interesadas en la economía, y también en los demás, entiendan por qué la igualdad es una meta a la que sólo la economía libre, el sistema capitalista, nos lleva. Porque el capitalismo y lo social no son antónimos. Tal vez, llegados a este punto, muchas personas pensarán en el "capitalismo salvaje", casi sin querer. Como cuando te dicen "no pienses en un elefante rosa". Es inevitable. ¿Cuál es la razón? Que nos encontramos ante uno de los mantras más repetidos desde Evita Perón hasta nuestros días.

Como muchos, soy una de esas personas a las que les preocupa que los principios libertarios no ofrezcan soluciones reales para reducir y, a ser posible, eliminar la pobreza. No me preocupa porque sean incompatibles, que no lo son, sino porque la manera de articular las medidas que lleven a esa disminución de la pobreza no sea la adecuada, y se llegue a la peor versión del capitalismo: el "cronismo" o capitalismo de amiguetes. Básicamente se trata de la perversión del sistema: se generan incentivos nocivos que lo corrompen.

Me preocupa que los principios libertarios no ofrezcan soluciones reales para reducir y, a ser posible, eliminar la pobreza

Estos incentivos, a menudo, se manifiestan en forma de normas y leyes. Como afirma el catedrático de Economía Política y Hacienda Pública, Francisco Cabrillo, en su artículo Derecho, redistribución y desigualdad, de próxima publicación en la revista ICE, "toda norma legal -o su interpretación por la jurisprudencia- tiene un efecto sobre la asignación de recursos y otro sobre la distribución de la renta".

Se pueden modificar las condiciones de los contratos, retocar el impuesto sobre la renta o se puede establecer una norma reguladora, con el mismo objetivo redistribuidor. De esas tres posibilidades, la norma regulatoria es la más peligrosa porque "afecta, por una parte, a la actividad en un determinado sector productivo y, por otra, a la renta de quienes en él intervienen".

En las pasadas semanas hemos asistido a un pulso político en torno al Ingreso Mínimo Vital (IMV). La idea inicial surgió a raíz del coronavirus. Con la actividad económica parada, sin expectativa de cuándo se iba a reiniciar, se intentaba asegurar la supervivencia de los menos favorecidos.

Lo que se ha aprobado es un ingreso permanente, mientras se den las condiciones de precariedad. Los solicitantes han de cumplir una serie de requisitos: llevar un año viviendo en nuestro país y no tener ingresos o patrimonio por encima de una cantidad.

Como explica Civio, la página dedicada a poner al alcance del ciudadano lo que se publica en el BOE, el Decreto Ley establece una base que será la misma cantidad que la prestación no contributiva de la Seguridad Social que conste en los Presupuestos Generales del Estado, dividida en 12 pagas. A esa cifra, se le aplicarán unos multiplicadores en función del tipo de familia. El benefactor (uno por familia) deberá comunicar si la situación cambia para bien y así dejar de recibir la ayuda.

En un mundo de ángeles, la idea del reparto, sin más, puede tener algún sentido. Pero la realidad es que vivimos en una sociedad diferente. Y los incentivos que genera esta legislación son muy peligrosos. Ya sé que en el momento que hable del "efecto llamada" se me va a tachar de fascista. Pero, el hecho es que existen buscadores de renta que acuden a solicitar ayudas porque no tienen ingresos "computados", pero trabajan en la economía informal.

Existen buscadores de renta que acuden a solicitar ayudas porque no tienen ingresos "computados", pero trabajan en la economía informal

La búsqueda de rentas es uno de los temas más estudiados por la Escuela de Public Choice y el Análisis Económico del Derecho: las normas que generan la búsqueda de rentas distorsionan el objetivo principal y contribuyen a aumentar la mala distribución de la renta.

Porque ese IMV lo vamos a pagar con nuestros impuestos, tanto si cae en hogares que lo necesitan, como si lo reciben familias en las que la mayoría trabaja en la economía informal, o como si se miente al establecer el vínculo que define el estatus de convivientes a los miembros de esa unidad familiar.

El ministro de Consumo ya ha avisado de que el impuesto a los ricos no basta para sufragar todo este gasto. ¿Qué queda? Impuestos a la ciudadanía y la deuda pública que pagarán nuestros nietos. También hay que considerar el dinero que recibamos de la Unión Europea, si finalmente acudimos al MEDE, a cambio de realizar reformas estructurales necesarias.

Resumiendo: la transferencia de rentas de los ciudadanos españoles y europeos, presentes y futuros, no va a servir necesariamente para lograr su objetivo. ¿Para qué va servir? Con toda seguridad para afianzar la campaña electoral del Gobierno bicéfalo: lo hicimos fatal, colamos lo que nos pareció aprovechando el estado de alarma, agotamos esta situación hasta llegar casi al cierre del Parlamento por vacaciones, pero al menos pusimos en marcha el IMV. Y tan tranquilos.

Un remedio ineficaz e insostenible. Lo peor, por supuesto, es que la miseria no se soluciona así. Es necesario permitir que se genere riqueza. Porque, le pese a quien le pese, para acabar con la pobreza hay que generar riqueza