Elizabeth Holmes llegando al juicio.

Elizabeth Holmes llegando al juicio. Reuters

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Elizabeth Holmes, las mentiras que llevarán a la cárcel a la ambiciosa chica de los 4.500 millones de dólares

La fundadora de Theranos ha sido declarada culpable de cuatro cargos de fraude y podría enfrentarse a alrededor de veinte años de prisión. 

9 enero, 2022 05:30

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John Fitzgerald Kennedy consiguió entrar en la Universidad de Stanford en el otoño de 1940. Su plan era cursar estudios de economía, pero en su camino se cruzó una guerra mundial y tuvo que abandonar la carrera antes de tiempo. Casos parecidos en la historia de la universidad son Mitt Romney, Mukesh Ambani, Tiger Woods o los co-fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin. Todos ellos fueron alumnos de la universidad más prestigiosa entre los emprendedores americanos y todos se marcharon antes de acabar sus carreras, sus doctorados o sus masters. El éxito les esperaba ahí fuera y ellos no tenían tiempo que perder.

Tanto se vincula Stanford al mundo de los negocios, y, más concretamente, de los negocios tecnológicos, que es casi imposible entender Silicon Valley sin la influencia académica de la universidad californiana. Solo el empeño del catedrático Frederick Terman, durante los años posteriores al crack de 1929, en financiar y potenciar una industria tecnológica fuerte en Estados Unidos, permitió la creación del llamado Stanford Research Park, que, con los años, evolucionó en el hogar actual de algunas de las empresas más importantes e innovadoras del mundo, como Apple, Facebook o la propia Google.

Precisamente en Stanford, fue donde el fundador de Apple, Steve Jobs, dio el famoso discurso con el que se cerraba la ceremonia de graduación de los alumnos del curso 2004/05. Hablamos del discurso más visto de la historia y, sin duda, uno de los más influyentes. En él, Steve Jobs se quitaba todas sus corazas y pedía a los alumnos que, pasara lo que pasara, se mantuvieran siempre hambrientos y abiertos a todo tipo de propuestas, por estúpidas que parecieran. Que no se conformaran. Que volaran libres. Exactamente, lo que había hecho Elizabeth Holmes el año anterior, cuando abandonó sus estudios de química para fundar su propia empresa.

Holmes, hija de uno de los vicepresidentes de Enron, la empresa eléctrica que quebró en diciembre de 2001 tras años y años de fraude contable, provocando uno de los mayores escándalos de principios del siglo XXI, había conseguido entrar en 2002 en la prestigiosa universidad a través de los contactos de su aún poderoso padre. Era rica, inteligente y ambiciosa. No podía quedarse parada esperando a licenciarse. Necesitaba una idea y necesitaba desarrollarla. Para eso, también, necesitaba tiempo y dinero. Había llegado la hora de venderse.

Diagnosticar cáncer 

Stanford no solo te da una preparación, sino que te da una pauta de pensamiento: una creatividad capitalista-humanista, una mezcla muy californiana de conceptos difusos. Por supuesto, se trata de conseguir el mayor dinero posible y de conseguirlo de la manera más rápida… pero también se supone que el objetivo es hacer algo que mejore la humanidad, que participe de un proyecto más grande que es el bienestar del ser humano. Stanford y Silicon Valley se cargan sobre sus hombros no solo ser uno de los motores económicos del país sino el baluarte moral del mundo. Los mejoradores de la humanidad, que diría Nietzsche.

Elizabeth Holmes junto a su pareja en una sesión del juicio.

Elizabeth Holmes junto a su pareja en una sesión del juicio. Reuters

Incluso los que no salieron de Stanford, jóvenes multimillonarios como Bill Gates, Mark Zuckerberg o el propio Steve Jobs, han participado de una manera o de otra de ese mensaje filantrópico, en ocasiones, casi mesiánico. Todos tienen o han tenido sus fundaciones, sus proyectos para el tercer mundo y su convencimiento de que la tecnología no solo mejora el día a día, sino que, de alguna manera, salva al mundo. ¿Cuál era, por lo tanto, el reto de Elizabeth Holmes antes incluso de cumplir los veinte años? Ponerse a su altura: dar con una idea que, además de factible, fuera revolucionaria, muy rentable económicamente y pudiera venderse como beneficiosa para la humanidad.

No es fácil conseguir todo eso para una estudiante con un solo año de bagaje académico, pero Holmes se puso manos a la obra: tenía los contactos, tenía la ambición y tenía la falta de escrúpulos heredada de su padre. Además, la prensa estaba deseando comprar buenas historias, historias de éxito y bondad, historias de veinteañeras que revolucionan una industria con su talento y consiguen miles de millones por el camino. Era el momento, y Holmes lo aprovechó, poco a poco, con paciencia.

La historia de Holmes se llamaba Theranos. El nombre no era brillante, porque recordaba demasiado a “thanatos” (“muerte”) en griego, sin embargo, Holmes se empeñaba en repetir en cada reunión con potenciales inversores que no, que era una mezcla de terapia (“THERApy”, en inglés) y diagnóstico (“diagNOSis”, en el mismo idioma). Su genialidad consistía en crear una tecnología que, mediante el uso de una sola gota de sangre, permitiera en el momento averiguar si el paciente tenía o no multitud de enfermedades que le costarían normalmente un auténtico dineral diagnosticar, fundamentalmente cáncer.

Theranos, fundada oficialmente en 2003, justo el año que Holmes dejó Stanford y se fue a estudiar al Instituto del Genoma de Singapur -ella dice que por su dominio del chino mandarín, pero en Singapur, el chino mandarín no te va a ayudar mucho más que el inglés-, tardó en explotar. Había que construir una tecnología que no se sabía si existía… y, para averiguarlo, había que convencer a multimillonarios para que invirtieran en la investigación correspondiente.

Una investigación con truco, claro: en una tierra donde rara vez hay segundos actos, como decía Scott Fitzgerald -y quizá Steve Jobs sea una de las más sonadas excepciones a la regla-, si convences a los inversores y luego no hay resultados, tu carrera se ha acabado. Más te vale conseguirlos como sea.

Theranos

Holmes fue activa en el marketing y en la captación de fondos: su tecnología de “la gota de sangre” hacía de las peores enfermedades del planeta una especie de diabetes que puedes consultar en la farmacia. Larry Ellison -fundador de Oracle- invirtió, Robert Murdoch invirtió, Bill Clinton se reunió con ella en varios foros -su hija Chelsea también había estudiado en Stanford-, la prensa renunció a su tarea de verificación y compró por completo la narrativa…

Holmes empezó a obsesionarse con Jobs: vestía de negro, con cuello vuelto. Impostaba la voz para hacerla más grave. Nunca se tomaba vacaciones y obligaba a sus empleados a trabajar de sol a sol. El secretismo que rodeaba a Theranos y su tecnología, una señal de alarma en tiempos normales, era recibido en cambio como un indicio de genialidad: “No quiere que nadie sepa lo que está haciendo porque no quiere que nadie se lo estropee”.

El secretismo que rodeaba a Theranos y su tecnología, una señal de alarma en tiempos normales, era recibido en cambio como un indicio de genialidad

En 2014, justo al cumplir los treinta años, Holmes y Theranos eran una de las grandes sensaciones de Silicon Valley. La revista “Inc.” la incluyó en su lista de mujeres que aspiraban a ser “la próxima Steve Jobs”, Forbes la nombró “la multimillonaria emprendedora más joven del mundo”, con una fortuna valorada en 4.500 millones de dólares.

Ahora bien, ¿de dónde salía esa estimación? ¿Qué tenía Holmes que valiera ese dinero? Solamente Theranos. ¿Y qué era Theranos? Lo que Holmes quisiera vender. O lo que los demás quisieran comprar. Tan solo dos años después, la propia revista Forbes rebajó esa valoración a cero dólares. ¿Qué había pasado en medio? Que Theranos había caído en desgracia y, con Theranos, la propia Holmes y su ex novio, el número dos de la empresa, Sunny Balwani, un tipo veinte años mayor que ella y exageradamente agresivo en su trato humano. Por decirlo de alguna manera.

En el fondo, la caída de Theranos fue la caída de un modo de ver la realidad; un modo de entender el mundo basado en el pensamiento mágico, muy arraigado entre los creadores y vendedores de start-ups y su complejo entorno, donde nadie comprueba, donde los multimillonarios aparecen de debajo de las piedras y donde todo es una burbuja que se infla y se infla sin que nadie se atreva a pincharla. La historia de revistas que dan una valoración de cuatro mil quinientos millones de dólares a algo que vale cero, que no existe, que es un fraude.

El fin del sueño

Volvamos a 2016. Esa primavera, Holmes y Balwani rompen su relación y la primera expulsa al segundo de su compañía. No sabe que le quedan apenas unos días como máxima responsable de la misma. La empresa que fundó en 2003 para revolucionar la industria de los laboratorios médicos lleva prácticamente un año bajo el escrutinio público. Por fin, alguien ha hecho su trabajo: los laboratorios denuncian que el sistema EDISON, en el que supuestamente se basa la tecnología de Theranos, no funciona. No da resultados fiables. En cambio, la empresa estaría utilizando la tecnología de toda la vida, que detecta lo que detecta y no promete milagros.

Ilustración de Elizabeth Holmes en el juzgado.

Ilustración de Elizabeth Holmes en el juzgado. Reuters

El periodista John Carreyrou, del Wall Street Journal, en vez de hacer estimaciones, se dedica a investigar. Lo que encuentra es un fraude en toda regla: Theranos, efectivamente, es una inmensa burbuja de mentiras. La gente está invirtiendo en algo que no existe y a los pacientes se les están dando resultados inexactos. La respuesta de Holmes es inmediata, en la NBC: “Esto es lo que pasa cuando intentas cambiar las cosas: que te llaman loca y quieren hundirte. Para cuando se han dado cuenta, resulta que has cambiado el mundo”. Más Gandhi que Jobs, la verdad, pero aun así muy Stanford.

No tardó el gobierno federal en ponerse manos a la obra: la FDA empezó sus investigaciones ante las acusaciones de los laboratorios, Holmes tuvo que renunciar a su cargo, se vio expulsada dos años de la industria y, a su vuelta, aunque recuperó su cargo de CEO, la SEC -Comisión contra la Manipulación del Mercado, una agencia federal dependiente del Departamento de Justicia- presentó cargos contundentes contra ella y contra su exsocio. Hasta once acusaciones relacionadas con la estafa, el fraude y el engaño a proveedores y a clientes. Delitos económicos y de salud pública.

Ese mismo año 2018 sería el último de Elizabeth Holmes en Theranos y el último de Theranos como tal. Desde entonces, en lo personal, Holmes ha reencontrado el amor y ha tenido un bebé. Esa era una de las grandes bazas de sus abogados de cara al largo juicio que se celebró en otoño de 2021 en su contra. Ante un jurado, una chica joven, de buena educación, madre de un recién nacido y con todo un futuro por delante, podía salvarse.

Sin embargo, no ha sido así. Aunque la decisión no fuera unánime, el jurado la encontró culpable de siete de los once cargos. El juez está esperando a que acabe el juicio contra Balwani para imponer sentencia, pero, salvo milagro, a ambos les esperan muchos años de cárcel.

La historia de Elizabeth Holmes no puede ser solo una historia de avaricia y mentiras. Es algo más. Es la historia de cómo todo un sistema de garantías y controles falló durante más de una década. De cómo, con solo una mentira y una bonita puesta en acción, se puede crear una burbuja de miles de millones de dólares que explota sin dejar nada de valor.

El jurado la encontró culpable de siete de los once cargos 

Theranos no solo no ha cambiado el mundo, no solo no lo ha hecho mejor, no solo no ha ayudado a nadie, sino que ha hecho perder millones de dólares a sus inversores y ha jugado con las esperanzas de enfermos graves. Y no solo nadie se preocupó en evitarlo durante años y años, sino que se le dio publicidad, se le promocionó desde las más altas instancias y se alabó su proceder. El reto, ahora, es encontrar el próximo Theranos y la próxima Holmes antes de que sea demasiado tarde. Dejar de lado toda la basura Stanford y volver a la realidad. Es la economía, estúpido, y no un tutorial de autoayuda.