"A tense romantic moment as they sat down on the couch, the whoopee cushion roared and I'm afraid it's over now". Pete Townshend

Imaginen que nos hubiéramos encontrado en una charla en enero de 2016 y que el escenario a contemplar para el año hubiera sido el siguiente:

-Crisis financiera en Portugal seguida de una mayor en Italia

-Brexit

-Trump

-Renzi pierde el referéndum

-Precios del petróleo por debajo de $60 a pesar de un “acuerdo de recorte”

-Casi un año de bloqueo político en España

Si ese hubiera sido el escenario base en enero de 2016 muchos se habrían llevado las manos a la cabeza ante una debacle global. Añadamos el hecho de que las políticas ultraexpansivas mostraban claramente su ineficacia para poner encima de la mesa un escenario realmente complicado. Y, sin embargo, no ha sido así.

Pero hay que diferenciar entre miedos infundados y problemas estructurales. El de Italia no es un problema que se haya solucionado. De hecho, la crisis política abierta con la dimisión de Renzi tiene un importante componente de impacto en un sector financiero absolutamente frágil.

El problema de la banca italiana es mucho más profundo que un tema de “percepción de riesgo”. Los préstamos de difícil cobro superan los 360.000 millones de euros (según informe de PWC vía Panama Banking News) y han ido creciendo desde 2011, cuando se hablaba ya de supuesta recuperación y saneamiento completado del sistema bancario, desde 194.000 millones hasta la cifra actual. Es verdad que la cifra de préstamos de difícil cobro sobre el total alcanzó un máximo de 18% y se ha reducido al 17% -porque ha aumentado el crédito concedido más que los préstamos dudosos-. Pero también es verdad que el riesgo de dichos préstamos de difícil cobro hoy es mucho mayor que entonces, y en una gran parte son simplemente incobrables.

El problema de la banca italiana es que no puede acudir a sus accionistas y bonistas -bail in- para cubrir un agujero patrimonial que se ha tardado demasiado tiempo en resolver, porque consumiría la práctica totalidad de la capitalización de algunas entidades. Pero, adicionalmente, a medida que se ha retrasado dicha solución, el valor en bolsa de dichos bancos se ha evaporado, haciendo más difícil la posibilidad de aumentar capital. Caídas superiores al 60% con algunas entidades desplomándose hasta un 80%.

Esos préstamos de difícil cobro son, en su mayoría, a empresas -79% del total- y no garantizados -53% del total-. El gran problema de la banca italiana es que ha seguido prestando a un sector empresarial -público y privado- de dudosa calidad crediticia durante todo este periodo, lo que ha llevado a que esos préstamos de dudoso cobro creciesen a un ritmo del 22% anual desde 2008. Los tipos bajos y la alta liquidez no han reducido, sino que han aumentado ese riesgo.

La mitad, eso sí, están garantizados por colateral inmobiliario, así que valor cero no tienen. Pero si no se lleva a cabo un proceso de creación de un “banco malo” que acote ese riesgo y además deje de contaminar a las entidades en su conjunto, se corre el peligro de que la bola de riesgo aumente y la parte buena sea fagocitada por la mala. El problema adicional es que, a menos que se haga desde el Estado -lo cual sería inaceptable después de cuatro mil millones de ayudas-, la posibilidad de crear un banco malo es remota.

¿Cuál es la buena noticia? La ratio de capital de máxima calidad ha mejorado durante estos años, aunque sea inferior a otros bancos de la Eurozona. Y, aunque sea de manera lenta, los bancos italianos han ido desinvirtiendo y aumentando capital cuando podían.

Mientras algunas entidades tienen una ratio de préstamos de difícil cobro sobre capital cercana al 33%, algunas -dos superan el 80% y el 100% respectivamente-, y solo dos tienen menos del 16%.

En 2015 se realizaron más de 19 operaciones de venta de paquetes de préstamos de éste tipo, y en 2016 se espera que esa cifra supere los 30.000 millones de GBV (valor en libros bruto). Aunque es menos de un 10% del total, es una buena noticia que se esperaba que se acelerase durante los próximos tres años.

Pero ahora llega la incertidumbre política. Y los datos macroeconómicos no apoyan a la economía italiana. Italia lleva desde 1960 mostrando un crecimiento muy pobre, y sigue en estancamiento después de dos décadas. Los bajos precios del petróleo no han ayudado a pesar de ser una de las economías con mayor sensibilidad al precio del crudo de la OCDE. La deuda pública de Italia es superior al 132% y la deuda sobre resultado operativo de las empresas italianas sigue por encima de la media de la Eurozona y la OCDE, según Moody´s. Esta última es una cifra engañosa. Si quitamos los conglomerados semiestatales y las municipalidades, las empresas italianas reflejan una similar fortaleza de balance a la de las empresas alemanas, por ejemplo.

El problema de la banca italiana no se ha convertido en sistémico para el resto de la Eurozona ni ha afectado a los bonos de las empresas multinacionales de manera significativa, y solo ligeramente a la deuda pública. Pero si se extiende el problema sin acotar el riesgo de los préstamos de difícil -o imposible-cobro, Italia se va a encontrar con el fin de la política del gas de la risa monetario del BCE con los deberes sin hacer. La solución es posible y urgente. Debe incluir un plan integral de recapitalización, reestructuración de bonos y creación de un banco malo. Retrasarla, pensando -como ya ha ocurrido en este tiempo perdido- que el año que viene todo mejora y que no pasa nada porque el BCE apoya, es suicida.

Mi mayor preocupación es que, de nuevo, en Italia prefieran dar la patada hacia adelante con la excusa de que en 2017 mejora la inflación y la economía, y que subirán las acciones antes de ampliar capital. Creo que, después de años cometiendo ese mismo error, toca por fin ser realistas.