El futuro, como la electricidad, solo llega si existe un camino por el que pueda circular.
Este año hemos avanzado más despacio en la transición energética europea de lo que exigían sus propias ambiciones. No por falta de tecnología, ni de capital, ni siquiera de apoyo social. El límite ha sido otro, menos visible y mucho más estructural: las redes eléctricas.
En este contexto llega este mes el Grids Package europeo. Llega casi como ese regalo que no es el más vistoso bajo el árbol europeo, pero sí uno de los más necesarios: el que asegura que la electricidad circule, que la inversión no se quede bloqueada y que las promesas energéticas puedan cumplirse. Porque, como ocurre también con la Navidad, de poco sirve celebrar abundancia si faltan las conexiones que permiten compartirla.
No es un gesto técnico, sino el reconocimiento político de una realidad incómoda que durante años se prefirió ignorar. Celebramos récords de renovables, anunciamos gigavatios y desplegamos estrategias industriales sin prestar suficiente atención al sistema que debía sostenerlas.
El paquete europeo supone un paso relevante. Por primera vez, las redes dejan de ocupar un lugar secundario y entran en el centro de la conversación política. Se agilizan procedimientos, se empieza a planificar a largo plazo y se asume una verdad elemental: sin una infraestructura eléctrica a la altura, la transición no avanza al ritmo de sus propias promesas.
Llega, además, en un momento clave.
Las cifras ya no admiten ambigüedad. En 2022, Europa perdió 5.200 millones de euros por congestión en las redes eléctricas, una factura que podría escalar hasta 26.000 millones anuales en 2030 si no se actúa con rapidez. De mantenerse esta tendencia, en 2040 podría desperdiciarse casi la mitad del consumo eléctrico actual de la Unión Europea— no por falta de generación, sino por la incapacidad de las redes para evacuarla allí donde se necesita.
Europa necesita invertir, como mínimo, 584.000 millones de euros en redes de aquí a 2030 para cumplir lo que ella misma se ha propuesto. Sin ese esfuerzo, la electrificación se ralentiza, parte de la energía limpia se desaprovecha y la competitividad industrial empieza a resentirse. No hay Green Deal sin Grid Deal. Y esta ecuación, por fin, empieza a asumirse.
La buena noticia es que la ecuación económica juega claramente a favor de la acción. Invertir bien, importa. Cada 5.000 millones de euros destinados a redes inteligentes, digitalización e interconexiones puede reducir los costes del sistema en 8.000 millones, generando un beneficio neto de 3.000 millones. No se trata de gasto público improductivo, sino de política industrial en estado puro, con retornos medibles para consumidores, empresas y sistemas eléctricos.
Este año también ha dejado una lección incómoda: el sistema eléctrico se ha convertido en un test de estrés permanente de nuestras incoherencias. Queremos avanzar rápido, pero seguimos moviéndonos despacio. Queremos atraer inversión, pero a menudo la encorsetamos. Queremos seguridad, pero seguimos tomando decisiones con marcos que ya no encajan con el mundo en el que vivimos.
Las redes europeas nacieron para otra realidad: un sistema centralizado, previsible y basado en combustibles fósiles. Hoy deben sostener algo radicalmente distinto: una energía distribuida, variable, digital y mucho más compleja. No se trata de un ajuste menor ni de una mejora técnica. Es una transformación de fondo.
Cuando las redes no acompañan, las consecuencias no tardan en aparecer. Proyectos renovables que se quedan en un limbo, energía limpia que no se puede aprovechar, industrias que dudan dónde instalarse, precios más volátiles. No es un problema puntual, sino la señal de que el modelo necesita evolucionar.
España es un buen reflejo de esta tensión. Somos uno de los países con mayor penetración renovable de Europa y, al mismo tiempo, un polo de atracción industrial creciente. Sin embargo, la red eléctrica arrastra décadas de infra-inversión y empieza a mostrar síntomas claros de saturación.
En este contexto, es positivo que Europa avance hacia una gobernanza más europea de las interconexiones, asumiendo por fin que las redes eléctricas son infraestructuras estratégicas y no meros activos regulados. Para la Península Ibérica, este cambio es especialmente relevante.
Resolver el aislamiento energético de España y Portugal no es solo una cuestión de solidaridad europea, sino una condición necesaria para integrar renovables, evacuar excedentes, estabilizar precios y convertir el potencial energético ibérico en una ventaja competitiva industrial para toda Europa.
El Grids Package abre una ventana para corregir esta incoherencia, pero hacerlo exige afrontar tres tareas pendientes.
La primera es la velocidad. Los tiempos administrativos siguen siendo incompatibles con la urgencia climática y económica.
La segunda es la escala. No basta con modernizar lo existente: hacen falta nuevas redes, interconexiones transfronterizas, almacenamiento a gran escala y soluciones de flexibilidad capaces de convertir la variabilidad en una ventaja competitiva.
La tercera es una visión verdaderamente sistémica. La red ya no es solo cables y subestaciones. Es digitalización, datos, ciberseguridad, respuesta a la demanda en tiempo real y almacenamiento de larga duración. Es un ecosistema tecnológico completo.
Invertir en redes ya no es un coste. Es una garantía de seguridad económica, climática y geopolítica.
Si algo deja claro 2025 es que el problema ya no es saber qué hacer. Las soluciones existen. Lo difícil sigue siendo llevarlas a la práctica.
El Grids Package no cierra una etapa, abre otra. Una fase más adulta, más realista y también más exigente.
Porque sin redes no hay transición y, sin transición, no hay competitividad ni futuro. El verdadero reto ya no es imaginar el mañana, sino construir el camino que permita llegar a él.