Durante la mayor parte de la historia humana no existieron mapas fiables. No había modelos predictivos, ni series históricas, ni datos suficientes para “optimizar” decisiones. Y, sin embargo, los seres humanos avanzaron, sobrevivieron, exploraron y construyeron civilizaciones enteras. Lo hicieron desarrollando una capacidad esencial: orientarse en la incertidumbre. Leer señales débiles, anticipar consecuencias, imaginar escenarios posibles y decidir sin garantías. Antes de la estadística, antes de la ciencia moderna y mucho antes de los algoritmos, ya sabíamos movernos cuando el futuro no estaba escrito.
Con la llegada de la modernidad industrial, algo cambió. A partir del siglo XIX, y sobre todo durante el XX, aprendimos a medir casi todo. La eficiencia se convirtió en virtud suprema, el control en ideal y la previsión en promesa. El taylorismo, los procesos estandarizados y más tarde los KPIs y los dashboards consolidaron una idea poderosa: si algo no se puede medir, no importa; y si se puede medir, se puede controlar. Durante décadas, esta lógica funcionó razonablemente bien. Pero tuvo un efecto colateral silencioso: fuimos apagando capacidades humanas que no encajaban fácilmente en hojas de cálculo, como la creatividad, la curiosidad, la intuición o la lectura emocional de los contextos.
Hoy hemos llegado al punto de ruptura de ese modelo. La inteligencia artificial acelera el cálculo, automatiza tareas cognitivas y multiplica la capacidad de análisis a una escala inédita. Paradójicamente, cuanto más potentes son las máquinas, menos diferencial se vuelve lo técnico. El último informe del World Economic Forum sobre habilidades para la nueva economía lo deja claro: entre 2025 y 2030, alrededor del 40 % de las competencias clave —las llamadas core skills— requeridas en la mayoría de los roles se transformarán, y las que más crecerán no son técnicas, sino humanas. Pensar bien en entornos complejos, crear cuando no hay precedentes, adaptarse a contextos volátiles, mantener la curiosidad y el aprendizaje continuo, y liderar personas en situaciones de ambigüedad. El propio WEF subraya además un dato inquietante: estas capacidades son frágiles, no porque sean débiles, sino porque dependen de la práctica continuada y requieren meses —no días— para desarrollarse. No son “blandas”. Son estructurales.
Aquí reaparece una vieja pregunta con nueva urgencia: ¿cómo nos orientamos cuando el mapa deja de ser fiable? La respuesta no está en renunciar a la tecnología, sino en recuperar y entrenar aquello que siempre nos permitió avanzar en contextos inciertos. Si observamos la historia con perspectiva, vemos que cada vez que el mundo se vuelve imprevisible emergen las mismas capacidades humanas, aunque cambien los nombres y los escenarios. No son modas. Son constantes.
Pensar bien ya no significa solo analizar variables aisladas, sino comprender sistemas. Herbert Simon desmontó el mito del decisor perfectamente racional al mostrar que siempre decidimos con información y atención limitadas. Donella Meadows, desde el pensamiento sistémico, fue aún más lejos al explicar que muchos fracasos nacen de no entender las interdependencias. En entornos complejos, el análisis exhaustivo llega tarde. Antes de poder demostrar algo con datos, alguien tiene que intuir dónde mirar. La intuición experta actúa aquí como un radar, detectando patrones incipientes antes de que se vuelvan evidentes.
Crear tampoco ha sido nunca un lujo estético. Desde Leonardo da Vinci hasta las teorías contemporáneas de Margaret Boden, la creatividad aparece como la capacidad de combinar, explorar y transformar marcos existentes. Hoy, cuando los algoritmos generan miles de opciones en segundos, el reto humano ya no es producir alternativas, sino elegir cuáles merecen ser exploradas. Esa selección inicial —ese “esto tiene sentido y esto no”— rara vez nace de un cálculo completo. Nace de una intuición cultivada a partir de experiencia, sensibilidad y criterio.
La adaptación y la resiliencia han acompañado siempre a los grandes momentos de cambio. Viktor Frankl escribió sobre el sentido como ancla en la adversidad extrema; Angela Duckworth demostró que la perseverancia sostenida pesa más que el talento aislado. En situaciones reales de crisis —y muchas organizaciones viven hoy en crisis permanente— no hay tiempo para optimizar. Se decide con información incompleta, bajo presión y con consecuencias reales. En esos momentos, la intuición funciona como un compresor de experiencia: integra pasado, emoción y contexto para permitir avanzar sin parálisis.
La curiosidad y el aprendizaje continuo aparecen en el informe del WEF como una de las competencias más necesarias y, al mismo tiempo, más debilitadas. John Dewey defendía aprender haciendo; Carol Dweck mostró que una mentalidad de crecimiento marca la diferencia cuando el entorno cambia. Sin curiosidad, la experiencia se empobrece, el aprendizaje se vuelve defensivo y la intuición se rigidiza. Una intuición viva necesita variedad, preguntas abiertas y exposición a lo nuevo. Donde se apaga la curiosidad, se empobrece la capacidad de anticipar.
Y cuando hablamos de liderazgo, entramos en el terreno más claramente humano. Mucho antes de que se hablara de inteligencia emocional, Mary Parker Follett defendía un liderazgo basado en la integración y las relaciones, no en el control. Daniel Goleman lo confirmó desde la psicología contemporánea: liderar no es solo decidir, sino leer climas, emociones y tensiones invisibles. En organizaciones mediadas por algoritmos y métricas, esta capacidad se vuelve crítica. Los dashboards informan, pero no explican. La intuición social permite captar lo que no se dice y actuar antes de que los indicadores lo reflejen. No es casual que muchas organizaciones altamente digitalizadas descubran que su verdadero cuello de botella ya no es tecnológico, sino humano.
La ciencia respalda esta visión. Antonio Damasio demostró que sin emoción no hay decisión posible. Gerd Gigerenzer explicó que la intuición experta no es impulsividad, sino una heurística adaptativa entrenada con experiencia. Y Carl Gustav Jung ya había descrito la intuición como la función psicológica que percibe posibilidades futuras cuando la realidad aún no ha tomado forma. No toda intuición es fiable; solo lo es aquella que se apoya en experiencia diversa, contraste y reflexión posterior. No sustituye al análisis; lo guía cuando el análisis aún no puede operar.
Por eso, el verdadero riesgo de la era de la inteligencia artificial no es que las máquinas piensen por nosotros, sino que dejemos de entrenar aquello que nos permite orientarnos. El World Economic Forum insiste en que estas capacidades humanas son sensibles a shocks y descensos de práctica. Si no se cuidan, se erosionan. La buena noticia es la inversa: también se pueden reconstruir. La mente humana conserva una plasticidad extraordinaria, pero exige intención, espacio y práctica deliberada.
Mirar hacia 2026 con optimismo no significa negar la disrupción, sino comprenderla. El futuro del trabajo no será una competición entre humanos y máquinas, sino una prueba de orientación. Pensar bien, crear con sentido, adaptarse sin cinismo, aprender con curiosidad y liderar con criterio no son habilidades nuevas ni modas pasajeras. Son constantes humanas que reaparecen cada vez que el mundo se vuelve incierto. La diferencia es que hoy vuelven a ser visibles, medibles y estratégicas.
Cuando el mapa deja de ser fiable, lo que marca la diferencia no es la herramienta más rápida, sino la brújula mejor afinada. Y esa brújula —ayer, hoy y mañana— sigue llamándose intuición.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.