Australia ha decidido que ya está bien. Que los adolescentes llevan demasiado tiempo haciendo cosas peligrosísimas como… deslizar el dedo en TikTok. Así que ha desplegado una ofensiva digital heroica para proteger a sus jóvenes de los males contemporáneos: el doom-scrolling, la ansiedad y, por supuesto, de la tentación ancestral de ver aquello que alguien les ha dicho que no vean. ¿Quién no lo ha hecho? Una amenaza real, sí, pero también la receta perfecta para encender la curiosidad adolescente como si fuera una hoguera de San Juan.

A las puertas de la Navidad, mientras medio mundo andamos preparándonos para el turrón, Australia ha decidido jugar al Grinch tecnológico. Con las nuevas restricciones, muchos adolescentes aussies descubrirán lo que es una fiesta sin Instagram. El experimento, supongo, permitirá estudiar fenómenos antropológicos como: ¿qué hace un adolescente aburrido en pleno 2025? ¿Hablar con su familia? ¿Salir a pasear? ¿Leer un libro? Tranquilos: lo más probable es que aprendan a usar una red privada virtual, lo que se conoce como una VPN, antes de que suene la campanada de Año Nuevo.

Porque esa es la otra parte del plan maestro del Gobierno: los "códigos de la industria". Un término que suena serio, sólido… hasta que uno descubre que obligarán a buscadores, aplicaciones, juegos, redes sociales, dispositivos y hasta chatbots a verificar la edad de los usuarios. Básicamente, se quiere reconstruir internet como si fuera la puerta de una discoteca: ¿Documento, por favor? Falta que pidan enseñar las zapatillas para comprobar si "dan" la edad correcta. Y, con esas zapatillas, igual no te dejan entrar, como decía el Canto del Loco.

El problema es que los adolescentes no solo no se asustan. Se ríen. Y lo peor para el Gobierno es que se ríen con conocimiento de causa. Saben que saltarse un control de edad es incluso más fácil que saltarse una clase de gimnasia. El Reino Unido lo comprobó el día que lanzó un sistema similar: el uso de una VPN se disparó un 1.400%. Un resultado tan espectacular que debería figurar en la próxima campaña publicitaria de NordVPN: "Protegiendo tu privacidad… del Gobierno".

Los jóvenes australianos ya anticipan cómo esquivar estas barreras. No hace falta ser un hacker; basta con ser un adolescente con algo de creatividad y un amigo mayor dispuesto a prestar su DNI durante cinco minutos. Y si no, siempre queda recurrir a la técnica universalmente infalible: "coger fotos de adultos de Google y subirlas al verificador". Las autoridades pueden legislar Internet; los adolescentes legislan la imaginación.

Pero el humor se enfría cuando entra en escena el asunto de la privacidad. Las nuevas medidas exigen entregar datos personales a empresas externas —en ocasiones, empresas que tienen el mismo historial de seguridad que un colador. Australia ya ha sufrido filtraciones de verificación de edad en Discord. Aun así, el Gobierno pide confianza absoluta en que ahora todo será distinto. Es un poco como confiar en que un gato no tirará tu vaso de agua solo porque lo has dicho en voz alta.

Los adolescentes lo notan. Les preocupa la idea de que estas herramientas acaben recopilando información íntima: qué ven, cuándo lo ven, cuánto tiempo lo ven. Una especie de Gran Hermano digital dedicado exclusivamente a la pubertad. Es irónico que, para proteger a los jóvenes, se les pida entregar más datos que a un banco, un aeropuerto y un test de ADN juntos.

También llama la atención la persistente confusión entre infancia y adolescencia. Según la ley australiana, da igual que tengas 11 o 17 años: eres "menor" y punto. Como si un adolescente de 16 no supiera distinguir entre un tutorial de maquillaje y un anuncio de apuestas, o entre contenido sexual educativo y simple pornografía. Para los legisladores, todo lo que está al otro lado de la pantalla es un magma uniforme y peligroso. Lo único que falta es que prohíban Wikipedia porque "puede contener cosas".

Mientras tanto, los adolescentes explican algo tan simple que sorprende que no haya sido escuchado: la prohibición aumenta el deseo. No es filosofía; es biología. Es comportamiento humano básico. Tiffany, de 16 años, lo resume mejor que cualquier experto: "Cuando no te permiten algo, más quieres verlo". Se podría grabar esta frase en mármol y colocarla en el Parlamento australiano, justo al lado de donde se escribe la legislación.

La gran ironía de todo esto es que los adolescentes sí quieren seguridad. Sí quieren protección para los más pequeños. Pero también quieren autonomía, educación, herramientas reales. No bloqueos diseñados por adultos que creen que la adolescencia es una especie de crisis pasajera que se arregla con un filtro algorítmico.

Y tienen razón: la alfabetización digital, la educación sexual y el pensamiento crítico protegen mucho mejor que cualquier “candado” digital. La regulación australiana, sin embargo, opta por el camino fácil: prohibir. Como si prohibir internet hubiera funcionado alguna vez. Como si prohibir algo a un adolescente no fuera, en sí mismo, la mejor campaña de marketing para ese algo.

La paradoja es irresistible. Australia dice querer proteger a los jóvenes… ignorando lo que dicen los jóvenes. Quiere regular internet… sin comprender cómo funciona internet. Quiere evitar que los adolescentes vean cierto contenido… impulsándolos de lleno hacia él.

La regulación digital es necesaria, pero la fantasía del control total siempre fracasa. Y más aún cuando se aplica a quienes llevan desde los 10 años haciendo cosas que sus padres no entienden del todo.

Si Australia quiere liderar este debate, quizá debería empezar por lo más básico: escuchar. Porque proteger sin escuchar no es protección. Es paternalismo. O peor aún: es humor involuntario.