Vivimos un momento insólito: pensar tiene precio, y cada mes es un poco más caro. El auge de las IAs está transformando la capacidad humana más básica, entender, analizar, crear en un servicio por suscripción. Y lo que antes era un acto intelectual ahora es un producto escalonado: gratuito, básico, premium.

Durante más de una década regalamos datos a las redes sociales. Les ofrecimos patrones de comportamiento, emociones, conversaciones, horas de atención. Ese océano de datos, que ahora muchos modelos reconocen haber usado para entrenarse, es el combustible de la generación de contenidos, ideas y análisis que hoy pagamos para obtener.

El círculo es perfecto: primero generamos datos gratuitamente, ahora pagamos por interpretarlos. Los números son elocuentes, el AI Index 2025 de Stanford estima que la inversión privada en IA alcanzó los 252.000 millones de dólares en 2024, de los cuales 33.900 millones se destinaron específicamente a IA generativa.

Los productos gratuitos ofrecen creatividad ligera o tareas mecánicas. Los productos intermedios permiten cierto análisis estructurado. Pero los modelos avanzados -los verdaderos copilotos cognitivos- son los que procesan información compleja, elaboran hipótesis, generan informes estratégicos o cruzan fuentes para ofrecer conclusiones sólidas. Son, en esencia, motores de pensamiento. El problema es que estos productos cuestan. Y mucho.

El desarrollo de modelos avanzados requiere infraestructuras gigantescas: centros de datos, miles de GPUs especializadas, equipos de investigación internacional y una cantidad de energía difícil de imaginar. Nadie invierte miles de millones para ofrecer un servicio barato y universal. Que internet fuese abierto fue un acuerdo global, de momento el acceso a estos modelos es privado. Lo que está en juego no es solo tecnología, sino el modelo de negocio que la sostiene. A mayor capacidad de razonamiento, mayor coste. Y a mayor coste, mayor desigualdad.

Aquí es donde emerge la brecha que más debería preocuparnos: la brecha cognitiva. Ya no hablamos de quién tiene acceso a internet o a un dispositivo. Hablamos de quién puede pagar por una inteligencia que amplifica exponencialmente la suya. En algunos sectores profesionales, la diferencia ya es evidente. En la programación, en la consultoría estratégica, en la investigación científica o en la innovación tecnológica, el acceso a modelos avanzados determina directamente la productividad y la competitividad.

En Estados Unidos, por ejemplo, cerca del 30% del código en Python ya se escribe con ayuda de IA, mientras que en China la cifra ronda el 12%, según estudios recientes. Quien dispone de mejores modelos progresa; quien no, queda atrás. La consecuencia es tan simple como inquietante: el pensamiento, ese acto íntimo, humano, universal, se está privatizando.

Estamos creando una sociedad estratificada por niveles de inteligencia aumentada. Quien puede pagar podrá pensar más rápido, más profundo y con más capacidad y velocidad de generar soluciones. Quien no, deberá competir únicamente con sus recursos naturales. La desigualdad no será tecnológica: será cognitiva. Y es la más difícil de revertir, porque afecta a la raíz de la innovación, la creatividad y la toma de decisiones.

La productividad intelectual de quien puede pagar un modelo avanzado empieza a distanciarse de quien no puede. Si esto lo escalamos a empresas, regiones o países, estamos delegando nuestro progreso a tener capacidad a invertir en generar nuevos modelos o pagar suscripciones. La diferencia ya no es entre tener ordenador o no; es entre tener superpoderes cognitivos o seguir dependiendo únicamente de las propias fuerzas.

El resultado es una privatización progresiva del pensamiento complejo. Pensar, innovar, resolver, crear, se ha convertido en un servicio. Por eso la pregunta ya no es filosófica, sino profundamente política y económica: ¿cuánto vale pensar? Para mí, pensar no debería tener precio.