Durante siglos hemos repetido un ditirambo casi automático sobre Gutenberg y su legado: la imprenta abarató los libros, democratizó el conocimiento y desencadenó una cascada de progreso intelectual. Suena bien, encaja en el imaginario colectivo de la evolución tecnológica como sinónimo de amplificación de la Humanidad y nos permite sentir que comprendemos el pasado.
Empero, la investigación seria acostumbra a desmontar mitos, y el trabajo de la economista de Stanford Qiyi Charlotte Zhao es una de esas aportaciones que sacuden las ideas preconcebidas e interiorizadas en lo más profundo de nuestro saber (o creer saber). Su argumento, avalado por un arsenal de datos que recorre 47.000 ediciones impresas y miles de manuscritos, es el contrario a lo presupuesto: la imprenta no triunfó por abaratar o democratizar el libro y el saber medieval, sino por crear un producto distinto, destinado a un público que hasta entonces no existía.
El hallazgo más evidente de ello atañe a la brevedad. El libro impreso típico en el siglo XV tenía unas 40 páginas; por su parte, el manuscrito medieval mediana superaba las 390. Una diferencia abismal que no responde a limitaciones técnicas (se podían imprimir obras enormes), sino a incentivos económicos.
Los impresores vivían en un perpetuo equilibrio inestable, quizás similar al actual: altos costes fijos, riesgo de quiebra, necesidad de financiar tiradas completas sin saber si venderían una sola copia. En ese escenario, apostar por libros más cortos y en formatos más pequeños era una estrategia de supervivencia casi darwiniana. Reducía la exposición al desastre, aceleraba el flujo de caja y permitía diversificar el catálogo, una táctica elemental para poder asentar una industria en ciernes.
La consecuencia de una reflexión puramente económica fue, sin embargo, un cambio de paradigma completo: el libro impreso dejó de ser un objeto suntuario, pensado para élites letradas, y se convirtió en un artefacto funcional, manejable y que podía ser consumido por las clases bajas. No era una versión barata del manuscrito; era otra cosa. Una suerte de “mínimo producto viable” renacentista que hablaba a personas que antes no estaban en el radar del ecosistema del saber. Gentes con menos formación, menos renta y menos tiempo. Una audiencia mayoritaria a la que el manuscrito jamás habría podido dirigirse.
El gran milagro de la imprenta fue generar demanda popular de alfabetización a través de productos más simples y variados. Fue un giro copernicano. La tecnología no prosperó porque redujo costes, sino porque cambió la naturaleza del bien cultural y con ello reconfiguró las preferencias, los públicos y las instituciones del mercado.
Por si fuera poco, el comercio interregional de libros era mucho más intenso de lo que sostenía la historiografía. Miles de ejemplares viajaban a las ferias de Frankfurt; los grandes talleres enviaban y recibían cargamentos colosales. La imprenta no atomizó la producción: la concentró en unos pocos nodos que optimizaban escala y distribución. Un fenómeno que hace inevitable encontrar el símil, salvando los siglos, con la concentración actual de la computación en grandes nubes globales.
Si quieren, estimados lectores, una reflexión aún más contundente, me atrevería a afirmar que la historia de la imprenta demuestra que la innovación rara vez consiste en perfeccionar lo existente; casi siempre implica destrozarlo (cariñosamente) para inventar algo que funcione en un contexto nuevo.
Pero quizá lo más perturbador es lo contemporáneo que resulta todo esto. Ahora que la inteligencia artificial anticipa otra disrupción de dimensiones épicas, conviene recordar que las tecnologías verdaderamente transformadoras no son las que abaratan lo que ya tenemos, sino las que cambian el quién, el cómo y el para qué de aquello que consumimos.
Gutenberg no venció por imprimir más barato, sino por crear lectores que antes no existían. Y esa, a fin de cuentas, es la forma más profunda de revolución.