Sergio Rodríguez, presidente de la Fundación I+E.
Cada año, los Premios Nobel suelen ser objeto de reconocimiento, admiración y, casi siempre, enseñanzas. A veces, también nos dejan mensajes. El de Economía de este año, concedido a los economistas Joel Mokyr y Philippe Aghion y al profesor Peter Howitt, distingue a tres figuras que han dedicado gran parte de su carrera a explicar la relación entre innovación y crecimiento económico. Y en particular, los vínculos entre industrialización, riqueza y bienestar.
Parecería obvio darles la razón, pero lo cierto es que a veces tendemos a perder la perspectiva. Quizás porque, como apunta el primero de los premiados, a menudo nos hemos conformado con ver que algo funciona y no nos hemos preguntado por qué funciona. Esa actitud, sin duda poco científica, ha podido ser común a empresas, sociedades y gobiernos de los países.
Por ejemplo, para refrendar las tesis de los nuevos nobeles, bastaría echar un vistazo a las listas de países más innovadores según los rankings. Veremos que coinciden -sospechosamente- con las de los más ricos, no ya en términos de PIB, sino de competitividad, empleo y bienestar. Y en vez de dar por hecho que es su bonanza económica la que les permite innovar más, podríamos aplicamos la sugerencia de Mokyr y preguntarnos por qué son más ricos. No será complicado llegar a una conclusión cierta: lo son porque innovan más.
Si traemos la reflexión a España, a día de hoy, somos la cuarta mayor economía de la UE, la decimosegunda del mundo en PIB nominal y la que más está creciendo de los países desarrollados, si nos atenemos a los indicadores macroeconómicos que recurrentemente están publicando la OCDE, el FMI o nuestras propias instituciones.
Sin embargo, en el último ranking de competitividad global del IMD, aparecemos en el puesto 39. En PIB per cápita, ocupamos el 20 de Europa y el 33 del mundo. Y a pesar de las buenas cifras de creación de empleo que observamos, mantenemos tasas de paro por encima del 10%, la más alta de Europa y casi el doble de la media de la UE (5,9%).
Hablemos entonces de innovación. Según el índice mundial que publica la OMPI, estamos en el puesto 29. El Marcador Europeo de la UE nos sitúa endémicamente en el tercer vagón de cuatro, el de los ‘moderadamente innovadores’. Nuestra inversión en I+D en 2024, según los últimos datos del INE, ha alcanzado el 1,5% del PIB, cuando la media europea seguirá por encima del 2%. Nos hemos marcado el loable objetivo de alcanzar el 3% en 2030, y valorando el esfuerzo que se está haciendo desde el Ministerio de Innovación y Ciencia, el crecimiento que mantenemos, en torno al 11% o 12%, siendo histórico, parece aún insuficiente. Tenemos, todos, que hacer más.
La conclusión, en todo caso, no son los indicadores en sí. Es que tiene sentido decir que somos un país potencialmente rico, pero podríamos serlo con todas las consecuencias. Cuando hablamos de inversión en innovación, contemplamos la pública y la privada.
Incrementar la del Estado se traduciría en la captación y contratación de más investigadores y en la mejora de sus condiciones; en mayores dotaciones para el CSIC y otras entidades científicas; en la creación de organismos para la transferencia de innovación, que faciliten el traslado al mercado de lo que genera nuestra investigación, así como en transferencias para proyectos de colaboración público-privada que faciliten la industrialización de la I+D.
Pero, además, esa inversión pública debe ser tractora de inversión empresarial, a ser posible, en una ratio de dos euros privados por cada euro puesto por el Estado -en la actualidad, tampoco cumplimos esa proporción. Para ello, además de la citada colaboración público-privada, son fundamentales marcos regulatorios estables y sistemas fiscales atractivos y predecibles para las empresas. Sobre esa base, aprovechar las fortalezas, que sin duda tenemos en términos de recursos, infraestructuras y capital humano, para atraer a España grandes proyectos en tecnología, biomedicina, renovables, que encuentren terreno abonado para desplegarse.
Será la oportunidad de refundar una industria moderna y competitiva, que nos haga más resistentes a cualquier eventual crisis y genere empleos cualificados y bien remunerados. Nos permitirá aprovechar mejor el talento que ya tenemos y, además, convertirnos en una fuente mundial de conocimiento. Redundará en mejores servicios públicos, de la sanidad a la educación. Y el círculo virtuoso que se generará nos permitirá traer más inversión, más riqueza y más empleo.
Volviendo a un premio Nobel, Albert Einstein dijo que "la mente es como un paracaídas, sólo funciona si la tenemos abierta". Nuestro país afronta grandes desafíos, algunos de ellos urgentes, en el mundo convulso y volátil en el que nos toca vivir. Pero no debemos perder la perspectiva ni dejar de preguntarnos por qué funcionan las cosas. Acontecimientos recientes, como la pandemia, nos han hecho ser conscientes de la importancia vital de la ciencia, la investigación y la innovación.
Por ello, deben ser no sólo una prioridad permanente, sino una apuesta que debemos redoblar. Es muy posible que nuestro país llegue pronto a alumbrar premios nobel en disciplinas científicas. Pero, sobre todo, nos haremos acreedores al mejor premio: disfrutar de un país avanzado y moderno, una economía próspera y una sociedad rica en conocimiento y bienestar.
***Sergio Rodríguez es presidente de la Fundación I+E.