Apenas hace unos días que el CEO de Nvidia, Jensen Huang, ha proclamado en Londres que China está a punto de ganar la carrera global por la inteligencia artificial. Según él, los chinos están a “nanosegundos” de Estados Unidos. La frase dio titulares, pero conviene preguntarse por qué el directivo más poderoso del sector se empeña ahora en pintar un futuro donde China aparece como campeona inevitable.
Huang justificó su predicción con el supuesto músculo energético chino y su abundancia de investigadores, pero también ofreció un argumento sorprendente: que las restricciones de Washington a la exportación de chips avanzados podrían terminar beneficiando a Pekín. Una interpretación, como mínimo, interesada. Nada asusta más a un regulador estadounidense que la idea de que sus sanciones fortalezcan al rival estratégico. Y nada le vendría mejor a Nvidia que volver a vender sin límites en un mercado de 1.400 millones de personas.
Es cierto que China domina áreas de investigación como la visión artificial. En la ICCV celebrada en Hawái, la mitad de los trabajos procedían de instituciones chinas. De acuerdo: un triunfo estadístico claro. Pero confundir volumen con impacto real es ingenuo. La academia china produce mucho, sí, pero buena parte de su ecosistema sigue dependiendo de modelos, software y marcos conceptuales desarrollados fuera de sus fronteras. El despegue cuantitativo no garantiza un liderazgo cualitativo.
China también presume de escala: más usuarios, más datos, más aplicaciones. Pero esa ventaja existe desde hace una década. La diferencia ahora es otra: un plan estatal centralizado que combina dinero público, control político y una disciplina industrial impensable en Occidente. En 2017, Pekín decidió que quería liderar la IA en 2030, y desde entonces mueve todos los resortes del Estado para lograrlo. El nuevo Fondo Nacional de Orientación de Capital de Riesgo —138.000 millones de dólares destinados a IA, semiconductores y cuántica— es solo otro recordatorio de que la frontera entre empresa y gobierno en China es prácticamente inexistente.
Mientras tanto, Estados Unidos sigue dominando lo que de verdad importa: modelos de vanguardia, inversión privada y, sobre todo, chips. Nvidia reina precisamente porque no hay alternativa comparable. China corre, pero corre detrás. Y pese a su retórica de autosuficiencia, continúa atrapada por las restricciones tecnológicas impuestas desde Washington.
Sus centros de computación crecen, sus gigantes tecnológicos desarrollan modelos domésticos y sus investigadores aprenden a exprimir hardware menos avanzado. Todo esto es cierto. Pero también lo es que China tiene una potencia de cómputo que no llega ni a una fracción de la estadounidense. Y que, sin acceso a los chips más avanzados, cada salto tecnológico tendrá un coste enorme y requerirá más ingeniería “defensiva” que ambición pura.
El talento chino aumenta —producen más doctores en ciencias que nadie—, pero la innovación bajo vigilancia y con límites estrictos a la libertad académica tiene un techo difícil de superar. La acumulación de datos y cerebros no siempre se traduce en creatividad disruptiva.
Quienes apelan a una “carrera compartida por el bien de la humanidad” pecan de candor. La competición es feroz, impulsada por intereses nacionales, rivalidad militar y ganancias corporativas gigantescas.
A noviembre de 2025, Estados Unidos no solo tiene las diez empresas de IA más valiosas del mundo, sino 37 de las 50 principales. Nvidia acaba de convertirse en la primera compañía en la historia valorada en 5 billones de dólares. China solo coloca cuatro empresas en esa lista. Y aunque se excluya a gigantes no cotizados como DeepSeek, la proporción sigue siendo demoledora.
La realidad es que Estados Unidos continúa teniendo la mayor capacidad de cómputo del planeta, casi la mitad del total global, mientras China —pese a su propaganda industrial— aparece rezagada incluso respecto a India. El país asiático controla muchos centros de datos, sí, pero con hardware de segunda categoría.
Así que cuando Huang dramatiza la situación, conviene leer entre líneas. Su mensaje implícito es evidente: quiere que Washington elimine los controles de exportación. Eso reabriría para Nvidia un mercado inmenso y sediento de potencia de cálculo. Lo que él describe como un “peligro” para Estados Unidos es, en realidad, un obstáculo para su cuenta de resultados.
Pero la era del libre comercio tecnológico ya terminó. Estados Unidos y China compiten abiertamente por el control de la infraestructura crítica del siglo XXI. Pretender que la solución pasa por dejar que los chips más avanzados fluyan sin restricciones es, como mínimo, ingenuo. O, más probablemente, una maniobra de presión envuelta en un discurso apocalíptico.
Huang dirige la empresa más valiosa de la historia. Quizá debería asumirlo con un poco más de serenidad. El alarmismo, en este caso, parece menos un análisis lúcido que una estrategia comercial cuidadosamente disfrazada.