Donald Trump tiene a gala su política migratoria como gran baluarte político: mano dura contra las personas que han accedido irregularmente al país y, en especial, a aquellos procedentes de Latinoamérica o determinadas zonas que considera indeseables. Incluso, el ahora mandatario estadounidense llegó a alimentar el odio contra determinados países (‘shithole countries’) y sus acólitos propagaron fementidas noticias sobre los crueles hábitos (como comer perros) de muchas de estas colectividades.

No es ningún secreto que esta postura no es exclusiva del otro lado del Atlántico: en Europa estamos viviendo un resurgir de los extremismos, de las actitudes marcadamente racistas, alimentadas en parte por rumores y noticias falsas. Es la cuita de la senectud de la sociedad occidental: que en el tráfago de la política y los problemas cotidianos busquemos al enemigo en el extranjero, que acusemos a cualquier inmigrante de cualquiera cuita que se nos pueda ocurrir.

Es un asunto que no deja de sorprenderme. En primer lugar, por sus implicaciones sociales y lo que dice de nosotros como individuos que necesitan organizarse grupalmente para su mera supervivencia. En segundo lugar, por la terquedad que tenemos en repetir errores del pasado.

En otro análisis sobre estos menesteres ya recordaba cómo en 1924, la aprobación de la Immigration Act impuso cuotas que limitaron severamente la entrada de europeos del Este y del Sur, entre ellos miles de científicos, ingenieros y pensadores varios. La consecuencia directa de dicha decisión fue que, entre 1925 y 1956, Estados Unidos dejó de acoger a más de 1.100 científicos altamente cualificados. Solo en áreas dominadas por estos inmigrantes, la caída de patentes fue del 30%.

Pero es que no necesitamos retrotraernos a cien años atrás para dar cuenta de la relevancia de la inmigración en el ciclo de vida de la innovación. En 2023, el U.S. Census Bureau (fuente poco sospechosa de estar condicionada ideológicamente) analizó 200.000 empresas de ese país. Lo que encontraron los funcionarios fue que las empresas con inmigrantes tienen hasta un 35% más de probabilidad de registrar patentes, aunque el porcentaje llega al 70% en ciertos sectores tecnológicos.

Estas empresas son más innovadoras, más productivas y más propensas a generar patentes que las creadas solo por nativos de Estados Unidos. Y, a diferencia de otras métricas, en este caso daba igual si se filtran los datos por sectores, tamaño de compañía o nivel educativo. El resultado siempre es el mismo: la diversidad multiplica las ideas y la capacidad de convertir el conocimiento humano en valor económico.

Además esto no es un juego de suma cero, porque la cuestión de fondo no es estadística, sino estratégica: si la innovación depende de la diversidad, cada visado denegado es un proyecto que no se desarrollará aquí. Cada frontera cerrada es una oportunidad que se abre en otra parte del mundo. Europa habla con orgullo de soberanía tecnológica, pero sigue sin comprender que la soberanía del siglo XXI no se mide por el acero ni por el gas, sino por la inteligencia y la creatividad que es capaz de atraer.

Podemos seguir navegando el vericueto por el que Trump y compañía nos quieren hacer transitar o, por el contrario, echarnos un cuarto a espadas y defender la importancia de la migración (regulada y controlada, por supuesto) para crear sociedades que no sean óbice para el progreso de la Humanidad en su conjunto. Es cierto que hay una renuencia generalizada a aceptar esta premisa, aunque esté sustentada con cifras y experiencias pasadas, pero es obligación de todos, desde los gerifaltes hasta los humildes siervos del sector tecnológico, mantenernos firmes en esta posición.