La profesión de maestro ha sido admirada y denostada a lo largo de la historia, conformando una veleidad afanosa en el imaginario colectivo. Su labor, formando a las jóvenes mentes, siempre ha sido perentoria, pero el momento actual aporta un extra de urgencia a su función. Ante la incertidumbre que genera la revolución de la inteligencia artificial, con los cimientos de la geopolítica temblando bajo los pies de Donald Trump, prepararse para un futuro que no conocemos requiere de los mejores profesores que podamos imaginar.
Empero, la disponibilidad de los maestros no sigue los dictados de la lógica. De hecho, ocurre todo lo contrario, en una suerte de prociclicidad de la educación que debería estar todos los días en la primera plana de todos los medios. Cuando todo parece ir bien, aunque el futuro amenace nubarrones, pocos quieren dedicarse a la formación.
Apelo a la lógica y la memoria de los más veteranos del lugar. En épocas de bonanza, los mejores perfiles migran hacia otros sectores alejados de la educación; en las crisis, vuelven a la docencia como puerto seguro. Una dinámica que, sin embargo, encierra un drama: la educación, que debería ser el terreno más estable de todos, se convierte en rehén de las oscilaciones del ciclo económico.
Así lo atestigua un reciente trabajo de Torberg Falch y Bjarne Strøm, publicado en Explorations in Economic History. Analiza más de siglo y medio de datos sobre la falta de maestros cualificados en Noruega y confirma este patrón inquietante: las escaseces docentes son procíclicas. Es decir, aumentan cuando la economía va bien, cuando más empleo se crea fuera de las aulas, y se reducen en las recesiones, cuando enseñar se convierte en refugio laboral.
La importancia de la educación queda reducida a una mera cuestión de conveniencia profesional, de interés particular, por encima de la motivación o las ganas de inspirar a nuevas generaciones de profesionales y ciudadanos.
En el siglo XIX la carencia estaba marcada por la falta de escuelas de formación, mientras que en el XX por la capacidad limitada de absorber la demanda. Ahora, en pleno siglo XXI, nos enfrentamos a una paradoja distinta: tenemos una economía que exige más conocimiento que nunca, pero mantenemos un sistema formativo atrapado en inercias procíclicas. Y eso, cuando la inteligencia artificial, la computación cuántica o la biotecnología marcan el rumbo de la productividad futura, es sencillamente insostenible.
El problema ya no es sólo de plazas vacantes, sino de competencias y habilidades adecuadas. No basta con llenar las aulas de maestros, necesitamos educadores que comprendan lo digital, que enseñen a pensar en un mundo gobernado por datos, que preparen a las nuevas generaciones para profesiones que aún no existen. Todo mientras la aparente bonanza económica -dentro de lo que la incertidumbre global permite- amenaza con trasladar, de nuevo, el talento hacia sectores de retorno inmediato, dejando la docencia desprovista de su capital humano más necesario.
La pregunta es si podemos permitirnos que el futuro de la educación siga oscilando con el vaivén del PIB. Falch y Strøm nos recuerdan que la rigidez salarial y la regulación impiden corregir rápido las escaseces. Pero en realidad el desafío es aún más profundo, hemos de redefinir el estatus de la formación en la sociedad digital. En otras palabras: hacer que ser maestro en 2025 sea tan ilusionante como ser ingeniero de software en Silicon Valley, tan esencial como un científico de datos en una farmacéutica.
No habrá transición digital sin transición educativa; estamos hartos de oír ese mantra. Si dejamos que la falta de maestros cualificados se convierta en una variable procíclica más, corremos el riesgo de construir un futuro de innovación sin innovadores, de algoritmos sin ética, de sociedades que avanzan tecnológicamente mientras se erosionan culturalmente. La lección noruega debería sonar como advertencia global: el momento de blindar la educación frente a los ciclos es ahora.