Daniel Urquizu Sancho, director gerente de TechnoPark MotorLand.
¿Dónde reside realmente la innovación? ¿En un laboratorio puntero? ¿En una gran urbe? ¿En la última tecnología que llega al mercado? Quizá hemos creído durante demasiado tiempo que la innovación depende del lugar, del tamaño o de los recursos.
Pero la verdad es mucho más simple y a la vez más poderosa: la innovación reside en las personas. En cada estudiante, en cada profesional, en cada soñador que decide mirar un reto y preguntarse: ¿cómo podría hacerse mejor?
Ese es el origen de toda gran transformación. No importa si hablamos de movilidad, energía, salud o educación: detrás de cada cambio hay una persona que creyó que era posible. Y esa chispa es lo que debemos proteger y alimentar. Porque la innovación no es magia ni casualidad, la innovación es motivación. La motivación para levantarse, para aprender, para intentar algo que nadie ha hecho antes.
Durante años nos han repetido que el talento era escaso, casi como si fuera un recurso natural limitado. Ese mantra ha calado, dejando un poso de escepticismo y miedo a equivocarse. Pero el talento existe y siempre ha existido. Especialmente allí donde las condiciones son más difíciles, donde hay que esforzarse más para lograr lo mismo.
Lo que marca la diferencia es la motivación. Esa chispa que despierta cuando sentimos que lo que hacemos importa, que transforma y que nuestras acciones dejan huella.
Más que preguntarnos cómo atraer o retener talento, debemos preguntarnos: ¿cómo encendemos esa chispa en las personas? Cómo logramos que un joven descubra que la ingeniería puede cambiar la movilidad del mañana, o que una estudiante entienda que la programación puede salvar vidas hoy mismo. Cómo hacemos que quieran levantarse de la silla y actuar, ser esa pequeña chispa de energía que despierte nuestro Big Bang.
Pero la motivación sola no basta, la motivación sin herramientas acaba frustrando. Y las herramientas sin motivación son ruido. La clave está en diseñar y construir ecosistemas que unan ambas cosas.
La educación, por ejemplo, no puede seguir enseñando como hace veinte o treinta años. El mundo se mueve a otra velocidad y aunque los principios físicos se mantengan, su interpretación en la realidad actual no es la misma.
Necesitamos metodologías que enganchen, como el aprendizaje basado en proyectos, retos reales, gamificación y colaboración con empresas que permitan aplicar la teoría en situaciones prácticas. Que la educación deje de ser un simulacro y pase a ser una experiencia transformadora, el concepto anglosajón de ready-to-go.
La formación debe estar cerca, en el propio territorio, y adaptada a las necesidades de la sociedad actual y creando un ecosistema abierto. Cuando los jóvenes sienten que pueden crecer sin desconectarse de sus raíces, es más fácil que decidan quedarse y construir un futuro allí. Y un ecosistema no se construye sumando edificios, sino multiplicando motivaciones.
Cuando un grupo comparte un propósito común, la energía se contagia y se convierte en cultura. La innovación deja de ser un discurso abstracto y pasa a ser una vivencia, donde los focos no están en las grandes disrupciones tecnológicas, sino en los pequeños pasos que generan grandes cambios.
Si de verdad queremos un entorno innovador, no basta con atraer inversiones o abrir nuevos centros de investigación. Tenemos que sembrar vocaciones desde edades tempranas y despertar el ánimo por hacer las cosas de modo diferente.
El interés por la ciencia, la tecnología o la ingeniería no se enciende a los 25 años: se cultiva desde la infancia, con referentes cercanos, con experiencias prácticas y con proyectos que muestren que el conocimiento tiene un poder transformador. La clave está en transmitir un mensaje claro: el talento está en ti, y puedes desarrollarlo estés donde estés.
Nuestro papel como sociedad es dar las oportunidades, las herramientas y la motivación para que cada persona pueda desplegar sus alas, y confiar en que, aunque la rama se rompa bajo él, su vuelo le llevará más alto.
En el fondo, innovar no es solo cuestión de tecnología. Innovar es atreverse a cambiar, cambiar en cada paso que damos. Y el primer cambio siempre empieza en uno mismo. En la decisión de dar ese paso más, de aprender algo nuevo, de colaborar con otros para lograr lo que parecía imposible. Las grandes revoluciones de la humanidad nunca empezaron en un despacho. Empezaron en la mente de una persona que creyó que podía cambiar las cosas. Y esa posibilidad la tenemos todos.
La verdadera pregunta no es dónde reside la innovación. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a despertarla dentro de nosotros mismos y compartirla con el mundo que nos rodea? Porque el talento es la fuerza más poderosa para transformar una sociedad. Y su valor reside en algo que nunca cambia, la capacidad de creer que siempre es posible mejorar. Y si damos ese primer paso, y que sea con determinación, estaremos construyendo el futuro.
*** Daniel Urquizu Sancho, director gerente de TechnoPark MotorLand.