Pablo Lozano.

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Opinión TRIBUNA

El valor del factor humano en la revolución tecnológica

Pablo Lozano
Publicada

España atraviesa un momento de transformación estructural impulsado por cambios profundos en los ámbitos tecnológico, económico y demográfico, lo que obliga a repensar el modelo productivo y laboral del país. En este contexto emergen para el ecosistema empresarial tres grandes desafíos, interconectados y urgentes, como son la adaptación al avance imparable de la tecnología, la transición hacia una economía verde y sostenible, y el envejecimiento progresivo de la población.

Estos tres desafíos exigen respuestas específicas y un abordaje global que nos permita anticipar sus efectos combinados sobre el bienestar de las personas, el empleo y la competitividad del país. Gestionarlos con acierto será clave para definir el rumbo de nuestra sociedad en las próximas décadas.

Desde una perspectiva a corto plazo, si hay un desafío al que prestarle mayor atención, ese podría ser el desarrollo tecnológico, no solo porque su ritmo supera al de cualquier cambio anterior, sino porque actúa como catalizador transversal del resto. Y es que, por ejemplo, la inteligencia artificial puede ayudarnos a gestionar recursos naturales de forma más eficiente o mejorar la atención a una población cada vez más longeva, pero también tensionar el mercado laboral, alterar nuestras formas de convivir o desafiar principios fundamentales como la equidad o la ética, entre otros.

Los primeros efectos en el empleo ya son visibles, pues algunas profesiones tradicionales se están viendo desplazadas por sistemas automatizados que procesan datos, toman decisiones o ejecutan tareas rutinarias con una rapidez inalcanzable para el ser humano. Y lo hacen con una eficiencia que, en muchos casos, no tiene vuelta atrás. El problema no es que desaparezcan empleos, como ya ocurrió en otras revoluciones, sino que la velocidad con la que lo hacen puede superar nuestra capacidad de recualificar a quienes los pierden. Esa brecha, si no se gestiona, podría traducirse en desempleo estructural y frustración colectiva.

Este fenómeno no se distribuye de forma homogénea, ya que las personas con habilidades digitales, formadas y adaptables tienden a aprovechar mejor las oportunidades emergentes. Mientras tanto, quienes parten desde una situación más vulnerable corren el riesgo de quedar al margen de esta nueva economía.

A esto se suman los dilemas éticos. La masiva incorporación de la IA en entornos de trabajo plantea interrogantes sobre la privacidad, la transparencia de los algoritmos y la responsabilidad en la toma de decisiones. No basta con que la tecnología funcione; debe hacerlo bajo principios claros y compartidos por todos.

Frente a esta realidad, se nos presentan distintos escenarios más o menos prometedores: el realista, el actual, donde las empresas van probando e incorporando y aprendiendo de la IA con un enfoque progresivo; el pesimista, que anticipa un balance neto negativo entre empleos destruidos y nuevos roles creados, lo que podría obligar a medidas de contención social como subsidios estructurales o rentas mínimas vitales; y el optimista, que apuesta por una redistribución del trabajo y una mejora del bienestar colectivo gracias a jornadas más cortas y al impulso del teletrabajo.

Pero hay un cuarto escenario, el transformador, en el que el trabajo no desaparece, sino que evoluciona. De esta forma, da pie al surgimiento de nuevos perfiles y competencias que aún no imaginamos, pero que compartirán la característica común de centrarse en la empatía, la creatividad, la capacidad crítica, el pensamiento complejo, el juicio ético y la escucha activa.

Estas habilidades, el corazón del nuevo modelo laboral, son la línea que nos separa, para bien, de los algoritmos. Son, por tanto, la base sobre la que construir el valor añadido que las empresas y la sociedad demandan. Y esto no es nuevo, en plena revolución industrial, como ahora, hubo países que supieron adaptarse mejor que otros ante el impacto de las máquinas en la vida de las personas. ¿Qué hizo la diferencia? La capacidad de invertir, de contar con tecnología propia y, sobre todo, el nivel educativo de su población.

En aquel momento, España tenía un 70% de analfabetismo. Inglaterra, Francia o Alemania, apenas un 50%. Esa diferencia marcó el ritmo de absorción del cambio y, en buena medida, nuestra posición relativa en el mapa económico europeo durante décadas.

Hoy no hablamos de analfabetismo literal, sino digital, adaptativo y emocional. Pero seguimos corriendo el riesgo de quedarnos atrás si no priorizamos la formación como motor de transformación.

La tecnología está lista. Nosotros, como sociedad, aún no del todo. Y es ahí donde debemos poner el foco. En formar, acompañar y empoderar a las personas para que lideren esta revolución desde su humanidad, no desde el miedo.

Porque el futuro no lo define la IA. Lo define lo que hagamos nosotros con ella.

*** Pablo Lozano es responsable de atracción de talento en NTT DATA España.