Hoy, nuestras redes eléctricas ya no son solo cables y torres: son la frontera entre el futuro que imaginamos… y el que realmente somos capaces de construir. Si España quiere liderar la transición energética europea, no basta con utilizar el sol y el viento para producir energía limpia. Necesitamos conectarla, moverla y aprovecharla con inteligencia.

Para estar a la altura de esta década decisiva, necesitamos una modernización masiva de las redes de transmisión y distribución. Casi el 40 % de las redes de distribución europeas tiene más de 40 años. Para 2030 se necesitarán cerca de medio billón de euros en inversiones solo para evitar cuellos de botella y mantener la fiabilidad del sistema. Las redes de transporte también necesitan un refuerzo profundo. Si no actuamos ya, la falta de capacidad de red no solo comprometerá nuestros objetivos climáticos, sino también nuestras ambiciones económicas. Y, por supuesto, nuestra soberanía.

No estamos solos en esta urgencia: la congestión de la red se está convirtiendo en una barrera global. En los Países Bajos más de 10.000 grandes consumidores y 7.500 proyectos de generación están esperando para conectarse a la red.

La gestión de congestión en Holanda costó al operador del sistema de transporte de electricidad, TenneT, 388 millones de euros en 2022 —seis veces más que en 2020—, y en Alemania los costes superaron los 4.000 millones.

España tiene un potencial inmenso para liderar la reindustrialización limpia de Europa. Pero no lo conseguirá solo con recursos naturales o con innovación puntera. Necesita una red eléctrica que esté a la altura del siglo XXI: flexible, inteligente y resistente.

No hay 'Green Deal' sin 'Grid Deal'

En España hemos duplicado nuestra capacidad renovable, pero seguimos conectando la energía que generamos a una infraestructura rígida y fragmentada. Más de la mitad de las solicitudes de conexión están bloqueadas en procesos de tramitación. En lugar de aprovechar nuestra ventaja competitiva, nos atascamos en nudos gordianos de lentitud y complejidad.

El sistema eléctrico europeo sufre una fiebre silenciosa: la falta de flexibilidad que debilita su capacidad de adaptación. Como toda fiebre, es un síntoma de un desajuste profundo que exige tratamiento urgente. Sin redes modernas, digitalizadas y resilientes, perdemos capacidad de respuesta ante picos de demanda, oportunidades de atraer inversiones estratégicas, y tiempo frente a la emergencia climática. La solución no es paliativa, sino estructural: acelerar la modernización del sistema eléctrico es tan urgente como inevitable.

Esto pone de manifiesto la necesidad de un Grid Deal que permita evolucionar las redes actuales hacia infraestructuras dinámicas y flexibles con una hoja de ruta clara que incluya: en primer lugar, tarifas flexibles que premien la optimización continua. En Suecia, ya ofrecen descuentos de hasta el 70 % para quienes adaptan su consumo de forma dinámica.

En segundo lugar, conexiones flexibles para nuevos actores —electrolizadores, flotas eléctricas, comunidades energéticas— sin saturar el sistema. El tercer punto: la remuneración basada en resultados, no en activos físicos. Una red digital no puede medirse con reglas analógicas.

Tenemos gran parte de la solución a mano: tecnologías como Dynamic Line Rating permiten aumentar hasta un 30 % la capacidad de transporte en tiempo real. Scaleups como Plexigrid o Enline ya están desarrollando soluciones punteras desde la Península Ibérica. Pero el verdadero cuello de botella está en la regulación.

Los reguladores de cada Estado miembro deben acelerar el paso. Porque la red no es solo un activo técnico: es una decisión política y estratégica.

De los 600.000 millones de euros en inversiones en redes que prevé la UE hasta 2030, aproximadamente el 80 % se destinará a redes de distribución y solo el 20 % a redes de transporte. Y, sin embargo, en muchos países —incluido España— estas redes siguen infrafinanciadas, con incentivos que no fomentan la innovación ni la eficiencia digital. El coste de inacción hará que los costes de red por kilovatio hora se dupliquen de aquí a 2050.

Pero hay razones para el optimismo. El Fondo Europeo de Competitividad que se presentó la semana pasada abre una oportunidad única: multiplicar por cinco las inversiones en defensa y espacio, y por seis las destinadas a cleantech, bioeconomía y descarbonización. El objetivo es que el 43 % de las inversiones se destinen al clima y el medio ambiente, muy por encima del 35 % del presupuesto general de la UE. Además, planea sextuplicar el Mecanismo Connecting Facility, especialmente para energía: 30 mil millones de euros, con la mayor parte destinada a redes, electrificación y almacenamiento.

Si orientamos una parte estratégica de estas inversiones hacia las redes, España y Europa tendrán la columna vertebral de una economía limpia, resiliente y verdaderamente competitiva.

Imagínense contar con una red que se adapta en tiempo real a las necesidades de cada barrio o polígono industrial, da acceso a cada pyme o familia que quiera participar en el mercado eléctrico, protege frente a ciberataques y fenómenos extremos gracias a la inteligencia artificial.

No es ciencia ficción. Es lo que países como Alemania, Dinamarca o Suecia ya están empezando a construir. España puede ir más allá. Porque tenemos el sol, el viento, la digitalización… y porque modernizar nuestras redes ya no es una opción. Es el paso decisivo que hará posible el resto: electrificar el transporte, descarbonizar la industria, atraer inversiones estratégicas, y mejorar la vida de millones de personas.

Cada decisión que tomemos hoy —ya sea en materia tarifaria, de incentivos o regulación— es una palanca con el potencial de movilizar miles de millones en inversión, generar cientos de miles de empleos verdes y acelerar una transición energética más rápida, justa y competitiva.

La red no puede seguir siendo el techo de nuestra ambición, sino la base sobre la que construyamos un futuro sin límites.